martes, 25 de febrero de 2014

La seguridad del Reichstag

[señores del Inadi: de nuevo, tengan compasión. Post cargado de preconceptos sobre los alemanes]

Era una de las visitas planificadas y más esperadas del viaje: subir a la cúpula del Reichstag, el Parlamento alemán en Berlín. Una mezcla arquitectónica fascinante, con una base del siglo XIX y una cúpula de la década de 1990, desde donde se tienen vistas panorámicas de toda la ciudad. Era una visita cargada de historia (como todo en Berlín, básicamente). Había que reservar un turno con 3 días de anticipación y gracias a que nuestro host nos recordó este dato pudimos hacer la visita. Todo estaba listo: a las 12 del mediodía estaríamos allí.
La estación de trenes desde donde partíamos estaba en reformas, y luego de cruzar varios túneles y andenes perdimos algo de tiempo y llegamos sobre la hora (hermosa nuestra imagen corriendo desesperados desde la estación central hasta el Parlamento, en un lugar donde todo el mundo es puntual y camina ordenadamente).
Llegamos a la entrada para visitantes, y allí tenían una listita “de invitados” con los nombres y números de pasaporte de todos los que teníamos turno para la visita. Antes de entrar había que pasar por un detector de metales y pasar nuestro equipaje por uno de esos cosos que desnudan nuestras mochilas como hay en los aeropuertos. Nos separaron a los dos y fuimos cada uno por una fila.
Yo paso sin dramas pero mi mochila no. Hay algo ahí. Había dos problemas: el primero, que no sé nada de alemán. El segundo, que uno tiene una cierta imagen mental de la ley y las fuerzas de seguridad alemanas, y no son particularmente agradables. Uno viaja e intenta desprenderse de sus prejuicios, pero no siempre funciona: la seguridad del parlamento alemán mete miedo.
El tipo que revisaba mi equipaje me intentó hablar.
- Unfunfrundenschmungen- dijo, o al menos así sonó para mí.
- ¿Lo qué?
- Unfunfrundenschmungen – insistió, pero hablando más lento. Imposible, inentendible, ¡¿de qué planeta viene este idioma?!
- Ich ne sprachen deutsch – o algo así, “ijne sprej doisch” medio repetido para decir “no hablo alemán”. Ya llevábamos varios días en el país pero no había manera de aprender nada.
- ¿English? - me dijo el tipo, muy amablemente, pero sin darme la mochila ni dejarme pasar. Me agrandé y me hice la canchera.
- English, español, francais...-
- Vous avez un couteau – me dijo, en un francés con acento alemán que no entendí.
- ¿Lo qué? - “para qué carajo dije que sé francés si no se nada!”
- Vous avez un couteau.
- … - El tipo se me acerca y me hace un gesto para hablarme al oído. “Serás lindo, pero no es momento para romance” pensé. [Era lindo el malote este]
- You have a swiss knife – Me susurró. Mi mente empezó a traducir “Couteau, swiss knife. LA PUTA MADRE, TENGO LA NAVAJA SUIZA”.
Yo, ahí, en el centro neurálgico de los conflictos del siglo XX, queriendo meter la fucking Victorinox en el Parlamento Alemán. En pocos segundos me imaginé presa explicándole a quince alemanotes que no soy mala, que tan solo soy boluda, que me olvidé de sacar la navaja de la mochila pero que soy buena! Que la navaja la llevo encima para hacer sanguchitos o destapar vinos, ¡nada más!
Me puse roja. Mi vergüenza se entendía en todos los idiomas. Ya no recuerdo en qué idioma me habló, pero entendí que me sacaron la navaja, la pusieron en una bolsita tipo ziploc y me dieron un número. También pensé “chau, no la recupero más, como aquel pisco que me incautaron en el aeropuerto de Lima”. Pero muy organizadamente, como corresponde (son alemanes, al fin y al cabo), recuperé mi navaja al salir de la visita.
Muy amablemente les dije danke schön.
Moraleja: no intentes entrar a edificios de gobierno con objetos cortantes.

Moraleja 2: los de seguridad (y los alemanes en general) son, de todos modos, muy amables. Pero no intentes entrar a edificios de gobierno con objetos cortantes. 


 El Reichstag asomando sobre los árboles


La Cúpula por dentro

jueves, 20 de febrero de 2014

Papelón internacional

[si ud. es miembro del Inadi le solicito amablemente abandone su lectura aquí]

  Viajar es fabuloso. Conocer lugares, conocer gente, vivir experiencias novedosas, salirse un poco de la rutina y espiar por el costado las rutinas de los demás. Viajar es como la vida misma: por más que uno planifique, organice, repase los detalles... la vida te sorprende, y los viajes también. Como me pasó en la Gare du Nord.
  Vale aclarar que venía sin dormir: hacía menos de 48 hs que habíamos aterrizado, y entre el jet lag, dormir entrecortado en los vuelos y la emoción por empezar nuestra aventura, llevaba acumuladas algo así como 5 horas de sueño en total. Era aún de noche y entre RER y metro ya llevábamos una hora viajando cuando, a las 7 am, llegamos a la Gare du Nord aguardando el tren para ir a Bruselas. Habíamos sacado el pasaje con mucha anticipación para que saliera barato (fundamental para un tercermundista mochileando por Europa). Y yo había leído en varios blogs y guías que a los pasajes de tren hay que “validarlos” antes de viajar. No entendía eso de la “validación de tickets”, en años y años de viajar en el Sarmiento nunca había tenido que validar nada. Temía subir al tren, que cayera un guarda francés o belga, me pidiera el ticket validado y al no tenerlo, me arrojara a las llanuras del Somme a 300 km/h.
  “Mejor preguntemos”. Yo estaba emocionada porque con mi precario francés había podido pedir un café (fácil, porque café se dice café en todos lados), y entonces sentía que tenía todo Francia a mis pies. “Sí, sí, voy a preguntar”. Repasé, igual, pensé bien la frase antes de decirla porque sin dormir y en un idioma extraño tampoco estaba en condiciones de improvisar. “Bonjour” (fundamental) “Est-ce que je peux voyager á Bruxelles avec cette billet?”. Repetí varias veces en la mente y me fui a buscar la cabina de informaciones. Ahí, en el medio de la estación que aparece tantas veces en los libros de idiomas, tan grande y con trenes a todo el mundo, ahí estaba yo a punto de hablar en francés con un nativo. Groso. Vamos que podemos. Encontré la cabina y ahí lo encontré.
 Un enano. Un enanito como los que aparecían en el programa de Susana Giménez, como el de Willow. Ahí, grandota y pelotuda, nunca había visto un enano en mi vida. Estaba sentado en una silla que le quedaba enorme y me miraba desde abajo.
  Con pocas horas de sueño y sintiéndome Gulliver me olvidé de todo lo que había repasado. Me paralicé. Si me habló no me acuerdo, y si lo hizo no le entendí un carajo. Y me pasó lo que (según todos los viajeros que dicen que los franceses son amargos y que odian a los ingleses) no te debe pasar. Empecé a hablar en inglés. En realidad hablé en una ensalada, una especie de portuñol, franglés, inglacés, no sé cómo se diría. Años de instituto de inglés contra pocos meses de francés, la batalla se jugaba en mi confundido cerebro. “Bonjour (vamos bien). Est-ce-que-je-peux (oh yeah!) vo-ya-ger (you can do it) with this ticket to Brussels?” (ohhh nooooo).
  Lo mejor de todo fue que el enanito me entendió. O algo así. O vio mi cara de terror y se apiadó de mí. Me hizo el gesto internacional de “sí” con la cabeza, no sé en qué idioma me contestó. Yo no entendía nada, sentía que alrededor mío hablaban en chino mandarín. Me fui muerta de vergüenza y nunca más olvidé el enanito.
  Sentirse ciudadano del mundo y ser súper abierto y tolerante con la diferencia es más difícil de lo que pensaba. Y lo del enano era sólo un indicio de las ensaladas y confusiones idiomáticas que estaban por venir.



 Moraleja: aprendí que si el pasaje tiene fecha y hora no es necesario validarlo. Los que se validan son los tickets abiertos, para que ninguno se haga el bobo y quiera viajar por todo el continente con el mismo billetito. Y el 100% de los enanos que conozco es re amable y políglota.


lunes, 17 de febrero de 2014

Zoo nocturno

Cae la noche y todos se guardan en las madrigueras. En un movimiento lento pero inexorable la ciudad se vacía y las multitudes de explotadores y explotados se esconden de la oscuridad.
La noche en los campos es brillante y con la luna se adivinan los horizontes, y sus habitantes también descansan. Se oyen los ruidos lejanos y la vista se agudiza, pero todos duermen a la espera de la salida del sol, cuando todo vuelve a empezar. Sólo algunos animales nocturnos rompen con sus voces el silencio, y el mudo sonido del viento arrulla al cielo y a la tierra.
En la ciudad, en cambio, los animales nocturnos son otros. No sólo las ratas y los bichos entre caños y rincones mugrientos. Desde lejos, desde arriba, todo parece calmo y silente, sin hojas mecidas por el viento, sin el batir de alas de lechuzas. Mirando más de cerca el panorama es distinto. Cuando todos aquellos llegan a sus casas, hay otros que sin sufrir de insomnio están despiertos hasta que sale el sol. En contramano, en los vacíos vagones que van al centro, salen a la calle para hacer el trabajo sucio, para que todo funcione al día siguiente, mientras ellos duerman acostumbrados al barullo de la ciudad.
Los pocos colectivos que circulan guardan misterios que, a la luz del día, uno no imagina. Y entre conductores y pasajeros hay una camaradería, una comunicación que asombraría a los transeúntes de la hora pico. Los desposeídos pueblan densamente los rincones, más visibles ahora que hay más oscuridad.
Con el nuevo siglo proliferan nuevos trabajos nocturnos, que se superponen con los nocturnos de siempre. Los kioskos abiertos toda la noche, ajenos a cualquier lógica económica pero siempre listos con ese paquete de cigarrillos, esa textura de preservativos, ese antojo de dulce con más dulce de las embarazadas, un café caliente para el residente de guardia en el hospital público, un digestivo de venta libre para bajar la cena. El patrullero haciendo la ronda nocturna, charlando con los caballeros, y levantando la comisión de la noche de las mujeres de la esquina. Arriba de esa esquina, algunas luces encendidas marcan el horario de oficina de estos nuevos jóvenes que atienden por teléfono a gentes de otros rincones del planeta, a fuerza de café y chat.
Y el edificio de elegantes ventanales tiembla al paso del monstruo ruidoso, hediondo, que devora alimento en bolsas negras que hombres corriendo arrojan a su boca. Monstruo carroñero que no deja rastros de su comida, haciendo parecer que quiere más, que es insaciable. En nuestra generosidad lo alimentamos: mejor no pensar donde deja sus propios deshechos... lejos, lejos donde no se huela ni se sienta su sabor en el agua.
Algunas luces encendidas sugieren que aún hay vida, que algunos permanecen en vigilia para asegurar que amanezca de nuevo, mientras el resto está protegido por un sueño profundo. El que tiene que entregar el informe, el que mañana rinde su primer parcial y se pregunta cómo será, el que rinde el último y se pregunta cómo será lo que vendrá después. La madre que termina la tarea de manualidades del hijo, la madre que cuenta contracciones y dilataciones y su propia madre que pasa la noche en vela. El padre que se levanta a preparar la mamadera, el que saca a pasear al perro a la hora en que nadie molesta, el padre que espera levantado a su hijo que trabaja de noche, y le hará unos mates que para uno son el desayuno y para el otro, la cena. La pareja que se besa, el hombre que hace zapping mientras la esposa duerme. El cantante que compone, los bohemios que debaten, los maestros que corrigen, los periodistas en la redacción, y los que hacen guardia: el del hospital, el bombero, el portero del edificio, la telefonista de los taxis, el que entrega la llave en el hotel alojamiento, los de la casa de velorios y los de neonatología. La locutora sexy que acompaña a todos con su voz de noche. Y el del taxi que recién empieza dice “buenos días” a la camarera que limpió el local, y con sueño responde “buenas noches”.

Para los que despiertan, parecerá que fue poco, que no alcanzan las horas de sueño. Para los que van a dormir fue nuevamente una noche interminable, fría y monótona, sin los precios del mercado de divisas, sin los resultados de algún partido de fútbol, sin los anuncios grandilocuentes del presidente, sin ver demasiadas estrellas opacadas por la luz, y sin prender la luz para no despertar a los que duermen. 

[2004]

jueves, 13 de febrero de 2014

Apocalipsis

[esto es algo que escribí a fines de 2012, cuando todos hablaban del "fin del mundo maya" y esas huevadas. Parece anticuado, pero en 2013 vivimos un furor de vaticanismo y por ello comparto este textito]

Me pregunto qué pasaría si alguien tomara un pasaje del Apocalipsis, lo sacara de contexto, y saliera a anunciar que según una escritura sagrada de una cultura exótica se termina el mundo. No le preguntaría a un fiel, a un cura, a un niño que va a catecismo ni a un papa; sólo lanzaría el rumor del desastre. Qué pasaría si no supiéramos nada del resto de la Biblia, ni nos importaran Adán y Eva, Moisés, Jesús, María, Dios.

Alguien reinterpretaría ese pasaje del apocalipsis para generar temor y fomentar una cultura del consumo y el placer inmediatos, "por si mañana se acaba el mundo". Otros harían películas catastrofistas, musicales y miles de horas de documentales con música dramática. Habría quien, para ilustrar y "explicar" el asunto en fotos de Facebook, no dudara en usar iconografía del islam o del judaísmo, "total son todas culturas de por ahí". Algunos otros dirían que la profecía no anuncia el apocalipsis, sino una nueva era de paz, y venderían recetas para asegurar la salvación (propia) y la paz (individual), sin militar por la paz del resto del mundo (para eso no hay tiempo). Y no faltaría quien, por supuesto, diría que "eso lo escribió una cultura demasiado avanzada, seguramente con orígenes en otro planeta". Por supuesto, apoyaría esta hipótesis el hecho de que la Plaza de San Pedro en el Vaticano es claramente una pista de aterrizaje de naves espaciales.
Todos ellos, ¿serían herejes? ¿serían terroristas?

Y si después del temor por el fin del mundo, tras el Día D, tras la oscuridad anunciada, al día siguiente saliera el sol... ¿a quién le echaríamos la culpa? ¿Quiénes consideraríamos que estaban equivocados?

miércoles, 12 de febrero de 2014

Papelitos y papelones, primer intento

Había una vez, hace mucho mucho tiempo, cuando las redes sociales ni existían, una piba que quería escribir y un novio que le dijo "¿por qué no armás un blog?". "No, ni ahí, es re cualquiera, además, ¿a quién le va a interesar lo que tengo que escribir?". 

Muchos años después (y con algo más de autoestima encima), la piba (ahora señora) no podía dormir. Daba vueltas y pateaba a ese novio (ahora marido) (que ni se enteraba que estaba siendo pateado) pensando en que bueno, que no sería mala idea, que qué nombre le pondría. 
Venía de leer un libro de Auster donde los personajes tenían sus cuadernos donde anotaban todo, como ella, entonces dijo "bueno, algo así como El cuaderno rojo de Quinn". Pero sonaba medio snob. La piba, ejem, digo, la señora no quería sonar snob, y aunque es fan de los cuadernos de todos los tamaños, colores y tipos de hojas, decidió no mencionar los cuadernos. Pero sí las hojas, tal vez. Hojas de hierba... tampoco. Re trillado. Además siempre escribe en papelitos... papelitos... sí, por ahí va.

Pero Papelitos solo es re cualquiera. No se sabe si es un blog de drogones o de un jardín de infantes. Algo más.
La señora de la historia es muy catrasca, muy aparato, habla mucho y mete la pata muy seguido . Cuando escribe (en los papelitos, claro), puede revisar, tachar, corregir y emprolijar. Pero hablando... mmm... una vez que hablaste ya está, si alguien más te escuchó listo. El papelón está ahí, esperando para explotar. Dicen que es bueno reirse de uno mismo. Papelones, ya está.
El nombre apareció, y la dama de la historia (esa!! suena mejor dama que señora) pudo dormir a pata suelta. 

Pasó la noche, la mañana (lluviosa), la tarde (pegajosa) y la noche (linda y acompañada por una buena birra). Y acá está. La dama de la historia (en ojotas y sin maquillaje, muy poco ladylike) decide que es mejor pasar a la primera persona. Pero eso mejor lo deja para otro post.