domingo, 23 de marzo de 2014

Vértigo en la selva

Cada vez que llega esta época me pega la nostalgia. Hace cuatro años me fui, solita con mi valija (sí, valija y no mochila, bad choice), a Guatemala por dos semanas. Fue una aventura en todo sentido, unas de esas que te ponen introspectiva, te dan vuelta la cabeza y te devuelven renovada. Improvisé bastante, anduve sola por lugares con mala fama, recorrí un montón y me quedé con ganas de más. Guatemala es un país increíble, y su gente es maravillosa. Y uno de esos lugares maravillosos es Tikal. 

Para una enamorada de la cultura maya, Tikal era EL lugar para ir. Hubo que viajar a la selva, tomar pastillas para la malaria, llevar un repelente especial y prepararse para caminar. Mucho. El sitio es enorme, y lo que en el mapa parece "cerca" implica unos veinte minutos de caminata por senderitos poco señalizados (y bastante poco transitados, a pesar de la cantidad de la gente que visita el lugar). Debo confesar que en algunos momentos me agarró cagazo: las advertencias de la Lonely Planet sobre episodios de violencia no eran muy tranquilizadoras. Pero no me importaba nada. Me sentía chiquita, minúscula ante la inmensidad de los árboles y la presencia de aves y monos de todo tipo. Se me aflojaron las piernas cuando llegué a la plaza central y tuve enfrente a los templos 1 y 2 y me puse a recorrer la acrópolis.


Pero el punto máximo de esplendor del sitio se apreciaba desde lo alto del templo 5. Al 1 no se puede subir; al 2 sí pero es pequeñito. Dí unas vueltas y tras otra caminata llegué al 5. Es el segundo templo más alto del sitio, con unos 59 mts. de altura (como entre 15 y 20 pisos). Se me aflojaron las piernas de nuevo, pero esta vez no de emoción sino de julepe. La estructura era ENORME y la escalera, diminuta y extremadamente empinada. La adrenalina estaba a full, la emoción también. Me sentía en un momento de autosuperación, de esos en que la cabeza te maquina diciendo "si llegaste hasta acá no podés arrugar ahora"... tremendo. Repetía el "vos podés, vos podés" mientras trepaba cada escalón. Era crucial no mirar para abajo. Por suerte había poca gente y nadie me apuraba. En contramano, bajan dos gringos. "¿Es lindo arriba?" les pregunté. "Fabuloso. Vamos que falta poco. You can do it". Finalmente llegué.

La vista era impresionante, efectivamente. Estaba por encima de esos árboles inmensos, y por encima también se asomaban las crestas de las pirámides. Bajaron dos italianas y me quedé sola en el templo 5, sin poder creer la felicidad y la emoción. Lloré, claro, como no podía ser de otra manera. Quería compartir ese momento con mucha gente, y al mismo tiempo disfrutar de esa soledad en lo alto de la selva del Petén. Mi mente volaba imaginando cómo habría sido ese lugar hace 1400 años... No me quería ir. 

Pero había que volver. Y ahí tuve que hacer algo que no había hecho para nada mientras subía: mirar para abajo. Se me aflojaron las piernas nuevamente. Sentía que la pendiente era de 90°. Ya está, no había vuelta atrás, ¡tenía que bajar! ¿Qué iba a hacer? ¿Llorar para que me bajaran a upa? ¿Pedir un rescate en helicóptero? ¿El seguro del viajero incluía rescates en las alturas? A lo lejos sólo se veía un guardia diminuto que, seguro, se estaría cagando de risa. "Otra turista boluda que no se anima a bajar". Madre mía, qué vértigo, la puta que lo parió. ¡A quién carajo se le ocurre hacer una escalera así! ¿Por qué no las hicieron como en el templo 2, o el 4, con descansos y escalones como cualquier otra escalera normal? Bueno, ya fue, hay que bajar. Me llevó tres o cuatro intentos darle la espalda al precipicio, agarrarme y empezar a bajar. Me sentía como Indiana Jones en Petra, con su "salto de fe".

Mientras bajaba, me crucé con dos gringuitas que subían. "Oh my god, this is too difficult! ¿Es muy difícil bajar?". Y mentí, piadosamente mentí "No, no, es re fácil. La vista arriba es hermosa y bajar es mucho más fácil." Mentira! Pero ¿qué les iba a decir? "Sí, chicas, es imposible, me estoy haciendo pis del miedo, no suban". No podía hacerles eso. Se iban a perder la magnífica vista de Tikal desde las alturas.


 El templo, la escalerita, y en lo alto unas personas...
Tikal, en la selva del Petén, al norte de Guatemala

domingo, 16 de marzo de 2014

Divagaciones norteñas

Poner sobre el papel un montón de sensaciones que flotan alrededor mío es un poco absurdo. Es simplificar y pasar por el filtro de la razón y de la escritura algo que, por definición, la excede. Es como nombrar el amor; verbalizarlo es cargar de definiciones algo que, por definición, no puede definirse, ni clasificarse, ni poseerse, que tiene tantos sentidos como experiencias posibles. Nombrarlo es en cierto modo ponerlo en una caja de expectativas y deberes, es casi matarlo.
Hablamos durante horas de sentidos, de fenómenos y de experiencias, de fenómenos en relación, de percepciones, y todo se mezcla con colores, sonidos, un clima distinto, indicios que me remiten a mi infancia, a ese alguien que fui cuando nada pasaba por la razón y el intelecto. Recuerdos que se activan por sonidos o por silencios, por fotos mentales, por imágenes, o por ese algo imperceptible que llamamos sensaciones.
Intento sacar fotos para captar las sensaciones, y es más lo que queda afuera que lo que está adentro. Pruebo con nuevos efectos y encuadres, pero nada alcanza. Lo imponente de las nubes, tan volátiles y efímeras, tan brillantes y explosivas, se mezcla con la masa perenne de las montañas. El viento sopla y de a ratos, hasta grita. Intentar poner todo eso en dos dimensiones, es como nombrar el amor, o como explicar el dolor o la felicidad.
Escucho sólo ese viento y mis pies pateando la tierra y las piedras. Me siento sobre el puente, con los pies colgando, casi casi flotando, los pies ya no están en la tierra. El paisaje que tengo enfrente me interpela, inunda mis ojos, aturde mis oídos, me entra por los poros de la piel. El momento es, como las nubes, efímero pero contundente. Ese aire imperceptible que me rodea se llena de recuerdos, atardeceres vistos desde las alturas, haciendo silencio y concentrándonos para escuchar cómo el sol choca con la tierra... fijar la vista en una estrella, en noche cerrada, y enfocarme tanto tanto y mirarla tan fuerte, hasta lograr que las demás desaparezcan... esos puentes invisibles que se tienden entre la gente, no entre todos, sólo entre esas personas que pueden franquear las barreras del aire que me rodea. Encuentros que se transforman en una charla, en un abrazo, en un beso, en una palabra de aliento o en una mirada fugaz y verdadera. El aire se llena de esas pocas pero indispensables personas que no están... pero sí.
Camino casi a oscuras y la necesidad de escribir, de fijarlo todo, de captarlo, la urgencia de registrar algo que se desvanece, se choca con la necesidad de no escribir, de no contar, de no guardar, de que sea efectivamente efímero.
Voy llegando de a poco, avanzo de nuevo con los pies en la tierra, que es a fin de cuentas la única manera de avanzar. El silencio se puebla de luces y risas lejanas, a las que me acerco. Alguien me nombra, rompe el hechizo. Corro a esconderme, a escribir, a dar forma sobre el papel antes de que el momento termine de morir. Las ganas de poner sobre el papel las sensaciones triunfa, a pesar de que escribirlas en forma de letras, párrafos y renglones sea domesticarlas.
La pasión que se percibe y se me expresa se contagia. A fin de cuentas, qué son sino las musas, sino aquellas que me invaden y me obligan a dar vida a estas hojas que, hace unos minutos, aún no existían. ¿Qué es crear, sino hacer visible algo que hasta minutos antes, sólo flotaba en el aire?


Tilcara, 10-12-2010


miércoles, 12 de marzo de 2014

Milán, capital de la moda

Esta breve historia empieza mucho antes del viaje, cuando estábamos intentando sacar en forma anticipada el pasaje de tren de Venecia a Milán. Varias veces intenté en la web de Trenitalia y no había caso: no había precio en oferta, no había lugar, no entraba la tarjeta, etc. Finalmente conseguí pasaje... pero me confundí de día. Ya fue, imposible devolverlo. Volví a sacarlo después de varios intentos. Lo conseguí: salíamos a las 6.20 del día exacto desde Venezia Santa Lucía hasta Milano Centrale. ¿Por qué cuento esto? Porque era un viaje que ya venía en contra de lo que decían los planetas... 

El día de la partida 6.20 hasta Milán, ya llevábamos dos semanas de viaje, de mucho andar y poco dormir. La noche anterior la habíamos pasado torrando como podíamos, y con algo de resaca, en el tren nocturno Munich-Venecia (y sí, había que despedirse de Alemania con mucha birra). Durante el día habíamos paseado un montón y comido poco... cuestión: no dábamos más. Nos habremos dormido como a la 1 am o más, y para colmo yo me sentía algo descompuesta.

No recuerdo haber escuchado el despertador que habíamos puesto 5.30. Abrí un ojo y miré el reloj: eran las 6.10. Nah, debo estar dormida. 6.10... WAAAAAA SON Y DIEEEEEZ NO LLEGAMOS!!!! ¡NOS QUEDAMOS DORMIDOS! Nos sentamos los dos de golpe en la cama. Sí: vamos que llegamos. Yes we can. Impossible is nothing.

Ya teníamos las mochilas casi listas. "Ponete la ropa arriba del pijama". Nos pusimos las zapatillas y me até el pelo mientras gritaba "agarrá la plata, no te olvides los pasaportes". 
A las 6.12 estábamos bajando a las corridas tres pisos por una escalerita diminuta en un hotel desvencijado, digo, vintage. Mientras Sergio bajaba con las mochilotas (hay que viajar livianos, amigos), yo le decía al conserje "Arrivederci, we are leaving the room" (en mi clásica combinación idiomática), devolvía las llaves y buscaba los pasajes de tren. 
A las 6.14 empezábamos a correr las tres largas, irregulares, empedradas y llenas de obstáculos cuadras que nos separaban de la estación (sí, además de canales, en Venecia hay calles). Durante esos minutos yo sólo pensaba "ojalá que el tren esté cerca de la entrada de la estación", porque hay estaciones que son gigantes y encontrar el andén implica descifrar un laberinto.

A las 6.18 llegamos a la estación. Subimos las escaleras con la lengua afuera y nos tomamos unos treinta segundos para recuperar el aliento y mirar las pantallas. Había sólo un tren esperando. Frente a nuestros ojos.
A las 6.19 subimos al tren. 

Súper puntual, a las 6.20 arrancó.
Nos tomó un rato largo recorrer el tren buscando nuestro vagón y asiento. Estábamos en la otra punta de Italia cuando nos recuperamos por completo. Fui al baño, me lavé los dientes y me acomodé el pelo. Creo que me puse desodorante. Ni me maquillé. Ni me saqué el pijama. 

Hay modelos que venderían su alma por recorrer Milán. Es la capital mundial de la moda, del estilo, del glamour, de los autos de lujo, con uno de los mejores teatros de ópera del mundo. Súper classy. Y ahí llegamos: metimos las mochilas en un locker y nos fuimos a pasear. Sin moda, sin estilo, sin glamour, sin lujo, en zapatillas y con el pijama abajo de los pantalones. 

El famoso "Dios le da pan al que no tiene dientes", en mi caso, fue un "Dios le da Milán a quien no tiene estilo". El mundo, el universo, el destino, los planetas... parecían no querer que estuviéramos ahí. Pero ahí estuvimos. 

 Yo, con mi glamour y mi estado atlético envidiable
Sergio, las mochilas y los trenes italianos en la estación.