miércoles, 14 de mayo de 2014

Las aventuras del abuelo antártico

[empiezo a escribir con un nudo en la garganta y sin saber por dónde empezar... pero ahí vamos]

Cuando era chica me encantaba leer. Me iba de vacaciones o de paseo con un libro bajo el brazo y viajaba por mundos reales o imaginarios... y podía visualizar los lugares que me describían los cuentos con una nitidez asombrosa. Podía ser un cuento de hadas clásico lleno de bailarinas, la casa viva que asesinaba a sus habitantes en Socorro o la isla de El Secreto de los Delfines de la colección Elige tu propia aventura. En ese contexto y en esa época de la vida donde la imaginación es moneda corriente y las responsabilidades son algo lejano, cuando yo tenía nueve años el mito y la realidad se mezclaron en un evento: mi abuelo se fue de viaje a la Antártida. 

Se fue por poco tiempo y se terminó quedando seis meses para trabajar como carpintero en la Base Marambio... allá, en el culo del mundo, en ese lugar que para nosotros tiene forma de triángulo porque así sale en los mapas, en el otoño del polo Sur se mandó al continente blanco. Yo no recuerdo particularmente extrañarlo, porque como vivíamos en distintas ciudades igual nos veíamos poco. Pero recuerdo cada vez que llamaba por teléfono... la casa se transformaba y las aventuras antárticas volaban como relámpago entre amigos y parientes. Calculo que yo, a su vez, le contaba a las maestras y a mis amigos las cosas que escuchaba y entendía. 

Para mí el mito empezó cuando el abuelo volvió. El día que llegó se reunió toda la familia junto con un montón de amigos en mi casa. Unos amigos de mis papás nos habían prestado una filmadora, toda una novedad tecnológica en 1992, para filmar el evento: "La afeitada". Él ya nos había dicho que hacía un montón que no se afeitaba y que tenía barba blanca, y yo flasheaba con que mi abuelo se había convertido en Papá Noel. Toda la familia participó de la afeitada, así como en el cumpleaños todos se sacan una foto con el cumpleañero... nosotros tenemos foto con abuelo barbudo y tijerita en mano. Yo también, aunque siendo torpe y corta de vista era toda una amenaza, di mi aporte a la afeitada colectiva.

A partir de ese momento y para más o menos siempre, los eventos familiares estuvieron regados de anécdotas antárticas: el rito de "iniciación" de tirarse en la nieve; los días que pasaban adentro porque no se podía salir por las tormentas, cada llegada del avión con provisiones (y el asco que me daba cuando contaba que todos se congelaban y las cucarachas que bajaban del avión seguían panchas como si nada, indestructibles, highlanders), que sólo podían ver canal 7, que jugaban mucho al ping-pong, que una vez lo agarró una tormenta de viento y voló no sé cuánto hasta caer machucado en la nieve... Imaginen lo que pasaba por la cabeza de una nena de diez años al imaginarse al abuelo volador. Cada anécdota venía acompañada de su foto, aunque no entendíamos nada porque para los no-antárticos era todo igual: blanco, blanco, nieve, más blanco, una casita roja, una bandera argentina, blanco y más blanco, hombrecitos vestidos de naranja. Ah! Porque el uniforme era parte del mito: los que flashean con ser astronautas ya se imaginan con el traje y el casco, yo visualizaba hombrecitos naranjas con gorras con orejeras. Seguro que si le preguntan a alguien de la familia se va a acordar de cosas distintas pero todos tenemos algún recuerdo de las anécdotas antárticas. O casi todos... valga este post de recuerdo para los nietos que nacieron después. 

Hace 22 años el abuelo se fue a la Antártida, volvió al poco tiempo y nos inundó de anécdotas y relatos de aventuras que, al menos para mí, superaban cualquier ficción. Hoy estoy triste porque hace un año se fue, esta vez a un lugar que nadie conoce y de forma permanente; y sin embargo, también estoy feliz porque cada recuerdo que tengo de y con mi abuelo me arranca una sonrisa. 

[avión + hombrecitos naranjas.
Cortesía: google images]


[las casitas de la Base Marambio
cortesía: google images]





sábado, 3 de mayo de 2014

La venganza de Moctezuma

[Advertencia: de un post como este no hay retorno. Ya puedo hablar de cualquier cosa]


[Ya saben que aquí encontrarán cosas que en blogs de viajes y programas de tv ni se insinúan. Dudo que Iván de Pineda toque estos temas en sus programas. Marley capaz que sí.]



Según mi amiga argento-mexicana, "La venganza de Moctezuma" es el nombre chilango para referirse a enfermedades (particularmente estomacales) que le agarran a los extranjeros (especialmente españoles) que visitan México: ¡Ja! ¡Invasores! ¡Si son tan guapos bánquense estos chiles picosos!


Así descubrí que tengo el privilegio (?) de haber sufrido la venganza de Moctezuma (y también sentí el poder de Chaac, como habrán leído acá). Es una manera prolija de describir ese momento horrible, y tremendamente papelonero aunque se lo lleve con elegancia, de la llamada "diarrea del viajero". Qué porquería. El consejo que te dan siempre es: no tomar agua a la que uno no está acostumbrado, cuidarse en las comidas, no entrarle con desesperación al morfi exótico, porque el cuerpo de viaje tiene extraños comportamientos. Pero no, Laurita no aprende. Se entrega a las delicias gastronómicas y luego paga las consecuencias.


Papelón adolescente


De adolescente solía pasar parte de mis vacaciones en Villa Gesell con una amiga. Ah, qué lindo, tener 16 y que todas nuestras preocupaciones fueran playa - cena - boliche, así durante muchos días. Fantástico. En aquella época ninguna de las dos andaba con cámaras de fotos a cuestas, y esto da cuenta de que mi adolescencia quedó lejos, lejos. En estos tiempos de selfies compartidas al instante con el mundo entero, lo confieso: viví en el siglo XX. Aún así, en mi memoria guardo recuerdos memorables de esas vacaciones plagadas de carcajadas, de conversaciones filosóficas, de clases de aerobic y partidos de voley, y de mates en la playa al atardecer. Ah, qué lindo. Qué lindos los mates con churros. Qué lindo comer churros mientras relojeábamos el desfile de churros que paseaban por la playa. Qué ricos los churros rellenos de Gesell. Qué bueno que éramos flacas y podíamos bajarnos una docena de churros sin engordar. Ay, los churros. 

¿Cómo lo puedo decir de manera elegante? Los churros... me cayeron mal. 
Me drogué con todo lo que tenía a mi alcance, la mamá de mi amiga me curó el empacho, durante 24 horas sólo dormí y comí galletitas de agua, mientras sufría en silencio la humillación de que toda la familia (o sea, el hermano lindo y mayor de mi amiga) supiera lo que me pasaba. 
Pasaron muchos años y jamás volví a comer ese horror de la gastronomía playera llamada churro relleno. Vade retro Satanás. 


Papelón recién graduado


Cuando terminé la facu sentía que pesaba muchos kilos menos. Ya no más finales, no más trabajos, no más preocupaciones. Tenía por delante un mundo de éxito (?) y para celebrarlo nos fuimos con mi novio a unas despreocupadas vacaciones por Salta y Tucumán. Hermoso recorrido, tres semanas por los Valles Calchaquíes desenchufan a cualquiera. Y la gastronomía salteña es... no sé, deberían declararla Patrimonio de la Humanidad. Pasamos los primeros días en la ciudad de Salta (insisto: recomendadísima) y una tarde nos fuimos a San Lorenzo, un lugar muy lindo con río y montañas en las afueras de la ciudad. Mención aparte para las deliciosas y enviciantes empanadas salteñas. Enviciantes es la clave. Aceitosas es la segunda clave. Nos mandamos una docena de empanadas entre los dos, y todo bien.

Ese día todo bien, pero tenían efecto retardado. En esta ocasión, el efecto "churros de Gesell" me agarró en la madrugada, en Cachi, de campamento, después de guitarreada con vino tinto con otros hippies del camping, sin madre de amiga que cure el empacho ni botiquín con Sertal a mano. Desastre. Mi novio me vio la cara de zombi pseudoresucitado a la mañana y me llevó derechito al hospital. Peeeero si sho estoy bieeeen intentaba decir, pero no tenía energía ni para hablar. El médico se moría de risa cuando le contaba todo lo que había comido, calculo que debía estar especializado en turistas empachados de poca resistencia digestiva. 

Consecuencias: excursión del día cancelada, inyección de buscapina, tomar durante 2 días agua mineral con unas sales locas y asquerosas, medio camping enterado de que no podía tragar bocado, una debilidad que durante varios días no me permitió trepar ni media lomadita y un novio que me cuidó y se ocupó de cocinarme arroz con los implementos prestados por los hippies solidarios.

Consejo: MO-DE-RA-CIÓN con las empanadas. Es difícil, pero se puede. Volví a Salta un tiempo después y disfruté de su gastronomía con más tranquilidad y sin grandes sobresaltos. Pero sin bajarme una docena de empanadas, claro. Con una sola (por comida) fui feliz.

Mención especial para el excelente Hospital Municipal de Cachi.


Papelón internacional: La venganza de Moctezuma



¿Para qué entrar en detalles? Sólo puedo contar que mi cuerpecito resistió durante dos semanas los ataques que le propició la gastronomía mexicana... y eso que me moderé porque el picante no me copa tanto. Pero al comenzar la tercer semana las defensas se aflojaron, empecé a extrañar, me sentía rara en una ciudad hostil, y bueno. 

Una hermosa costumbre que tienen los hoteles mexicanos es que en todos, desde el hotelazo top hasta el hostel rasca, tienen una botellita de agua para cada huésped, porque NO-SE-TO-MA el agua de la canilla. Todos los hoteles están preparados, menos ese lujoso all-inclusive de Cancún. Ahí descubrí, también, que los "olinclusivs" sólo incluyen algunas cosas en algunos horarios: los restaurantes y bares cierran, y a las 3 am no hay nada abierto ni nada inclusiv. No tenía agua para tomar mi necesaria buscapina así que no me quedó otra que llamar al servicio de habitación para pedir una triste, dolarizada y carísima botellita de agua mineral. 
Al día siguiente me sentí mejor, y con la certeza de "el tequila mata todo" (!) me dí el gusto de tomar unos buenos margaritas frente al mar. Si vamos a morir, que sea de lujo.


En fin... una descompostura viajera pasa hasta en las mejores familias. Hay gente que lo pasa muy mal, por suerte no fue mi caso, pero ya se sabe que hay que tener cuidado: no exagerar con las comidas locas si uno tiene un estómago sensible, tratar de tomar agua envasada, no comer verduras crudas si no sabemos cómo se lavaron, etc. Igual, es imposible estar al tanto de todo a no ser que uno se vuelva un freak, y no da privarse de gustos: quién se puede negar a un zuco de abacaxi bien natural en una playa brasilera, a unos mariscos chilenos, a unas empanadas salteñas... Hay que disfrutar, relajarse y gozar, o como dicen los viejos, los gustos hay que dárselos en vida. Venganza de Moctezuma: no te tenemos miedo.