Preguntas apuradas sobre formación docente de una docente en constante formación
Es
el primer domingo de diciembre, aunque por el clima y por la
intensidad de los últimos días parece más bien un atardecer de
otoño. Los profesores de la ciudad estamos en pleno cierre de notas
y final de cuatrimestre; en este contexto, nos encontramos con la
insólita situación de ponernos en alerta por el proyecto de cierre
de los Institutos de Formación Docente de la Ciudad de Buenos Aires.
Nos enteramos en los últimos días de noviembre, primero por los
medios y después por redes sociales, de la propuesta unilateral del
Ministerio de Educación porteño de crear una “universidad
docente” para “jerarquizar” nuestro trabajo y ¿absorber?
¿eliminar? ¿volar de un plumazo? los institutos públicos
gestionados por el Gobierno de la Ciudad: las escuelas Normales, el
Joaquín V. González, el Alicia Moreau de Justo, el de Educación
Especial... y tantos otros. Estos son los espacios donde se formaron
nuestros profesores (maestros y maestras de inicial y primaria,
docentes de idiomas, de materias de media, psicopedagogos, maestros
especiales, traductores, profesores de educación física...), donde
estudian quienes quieren dedicarse a la docencia, donde trabajamos
día tras día miles de profesionales. ¿Nos consultaron? ¿Nos
invitaron a participar? ¿Nos explicaron de qué se trataba el
proyecto? Nada. Cero. Sólo pudimos responder una encuesta falaz y
tendenciosa que circuló por todos lados (twits promocionados, redes
sociales, encuestas telefónicas y hasta publicidades en apps de
juegos) “¿Estás de acuerdo en que la formación docente pase a
ser universitaria?” Da lo mismo que responda un especialista en
educación, un estudiante de profesorado o un bot. SI/NO. Una falsa
dicotomía. Una truchada. Una forrada.
Estallaron
las aulas, las salas de profesores y los grupos de Whatsapp. Sentimos
que no podemos quedarnos callados ante semejante situación.
Estudiantes, docentes y autoridades empezamos a dialogar, por todos
los canales posibles, tratando de romper el silencio y el temor que
nos generó el baldazo de agua helada de la noticia. En un contexto
adverso y tras el cansancio de un año intenso de trabajo y de
reclamos, el tema nos agarra con la guardia baja. Pero aún así las
redes y los puentes se tienden, y tratamos como podemos de explicar y
difundir lo que pasa. Cada uno desde su lugar y con sus capacidades.
Este pequeño aporte es más bien una catarsis, es volcar en palabras
la angustia que genera esta situación: el peligro que corren
nuestras fuentes de trabajo y las trayectorias formativas de nuestros
alumnos, el ninguneo a nuestra experiencia y trayectoria. Cuando digo
“nuestra” no hablo sólo de mí, sino del recorrido de estas
instituciones que quieren cerrar y de la trayectoria de quienes
trabajan y estudian en ellas.
Antes
que nada, me parece cuestionable la dicotomía en la que nos quieren
meter, en la que basan todo su proyecto: “jerarquizar” sería
dejar de ser terciarios para
pasar a ser universitarios
(o sea, ¿mejores? ¿con más exigencia? ¿con más años de
cursada?) El debate no puede ser “terciarios no / universidad sí”
o “terciarios sí / no a la universidad”. El debate debería ser
en torno a cómo mejorar la formación docente (inicial y continua) y
a cómo combatir la falta de profesores en la ciudad. Y para esto,
hay que demostrar que se conoce el enorme sistema actual, con sus
fortalezas y sus debilidades. Pensar en “terciarios sí,
universitarios no” o al revés nos pone a la defensiva, cuando en
realidad hay tanto por mejorar y proponer. Pero no sirve una
participación falsa (encuestas en redes) o convocatorias apresuradas
y excluyentes (jornada de pocas personas con el proyecto ya
cocinado). Se necesita diálogo, se necesitan días
de debate en todas las comunidades educativas involucradas,
se necesitan mecanismos para
elaborar propuestas concretas para
tratar de mejorar entre todos. Recién ahí, habiendo
escuchado a los que formamos parte de estas instituciones,
deberían elevarse proyectos a la Legislatura
y al Congreso Nacional,
debatir en comisiones, escuchar a los actores involucrados y luego,
finalmente, votar. Para todo
esto se
necesita tiempo.
Lo
trabajamos en las escuelas, en las clases de formación ciudadana,
en el trabajo cotidiano: así
debería funcionar una sociedad democrática.
Pensaba
seguir el texto hablando
de mi trayectoria personal, pero en realidad no viene al caso
mencionar los puntos más importantes de mi CV. Alcanza con decir que
para ejercer la docencia es necesario algo que muchos olvidan, que
dejan a un costado cuando los maestros y profesores estamos en el
centro de las discusiones (en febrero y marzo, en las paritarias, con
el inicio de clases): para estar al frente de un curso [del nivel que
sea] es requisito
indispensable
un título de grado (terciario o universitario), una
certificación que nos habilita legalmente para ejercer la docencia.
Si hay quienes ejercen sin título es justamente por la falta de
docentes, porque
hay más cursos que profesores, pero así
y
todo
son estudiantes avanzados del profesorado. Claro que el
papelito no garantiza que sepamos dar clases. Pero es necesario,
fundamental, indispensable... y no reconocido salarialmente. ¿Cómo
puede ser que haya graduados [terciarios o universitarios] que
invirtieron años y dinero de sus vidas estudiando que
cobren salarios por debajo o apenas por encima de la línea de
pobreza? ¿Qué mensaje da
esto a la sociedad? ¿Realmente les asombra que falten docentes?
¿Realmente piensan que si faltan docentes es porque es una profesión
“terciaria” y “desprestigiada”? Para ejercer como profesores
en los Institutos de Formación Docente, además, pasamos por
procesos exigentes de selección de antecedentes, donde competimos
con nuestros currículum vitae cargados de antecedentes (carreras de
grado, posgrados, cursos, artículos publicados, congresos,
experiencia docente, etc. etc. etc.), donde pasamos por entrevistas
ante jurados y presentamos proyectos de trabajo. ¿Realmente
consideran que no estamos en condiciones de realizar un trabajo de
calidad en la formación docente?
Acá
vuelvo a hablar de mí para comentar algo que aprendí en los últimos
años. Si bien mi recibo de sueldo acusa menos de cuatro
años de antigüedad docente (de esa que podemos certificar y llevar
de un lado para otro y nos
garantiza, con el paso de los años, un pequeño porcentaje extra de
sueldo), tengo casi diez
en ejercicio (en universidades privadas, en secundarios, en
seminarios y materias de la Universidad de Buenos Aires, en cursos de
extensión). Recién llevo
tres años trabajando
en el sistema de formación docente de la Ciudad de Buenos Aires. La
gente que conocí allí es increíble y aprendo de ellos todos los
días: profesionales con
muchos años de clase y
horas de aula encima,
profesores de prácticas, colegas de distintas disciplinas
(psicología, didáctica,
ciencias naturales, matemáticas, letras, juego, música, educación
sexual, teatro, ciencias sociales, educación, filosofía)
que estamos ahí con el objetivo común de formar maestros. Las
ideas y proyectos aparecen todo el tiempo. Es realmente estimulante
ir
a trabajar cada semana. Estar
allí me hace reflexionar todo el tiempo sobre mi tarea docente en
esa y en otras instituciones. Los y las alumnas participan, piensan,
interpelan, preguntan. No siento que los
formo a ellos sino que
me formo con
ellos: el
aprendizaje es constante.
Sería
genial que funcionarios,
legisladores, comunicadores y
especialistas que
crucen las
puertas de los IFD
y vean cómo se trabaja allí. Que les pregunten a los estudiantes
cuáles son sus necesidades, qué necesitan para aprender mejor. Tal
vez no necesiten una “universidad de prestigio” sino mejores
condiciones de cursada, más turnos y aulas, más becas para poder
hacer sus prácticas sin tener que trabajar afuera, vacantes para que
sus hijos puedan ir a la escuela, acercar los IFD a los barrios en
lugar de alejarlos hacia una mega-archi-súper-universidad que les
queda a horas de viaje y les hace imposible la cursada.
“Universidad
de prestigio”, escribo, y me pregunto qué piensan por prestigio,
si creen que el prestigio se consigue poniendo un sello en un papel,
emitiendo una ley que crea una Universidad de Prestigio para Docentes
del Futuro y así, efectivamente, por arte de magia, la ciudad se
llenará de prestigiosos docentes muy requeridos por un sistema
educativo floreciente... y prestigioso. El prestigio se gana y se
construye, día a día, trabajando y colaborando para que cada vez
más gente vea en la tarea docente una profesión deseable. Eso es lo
que hacen los IFD de la ciudad, todos los días, en algunos casos
desde hace más de un siglo. ¿Para mejorar hay que destruir desde la
raíz y fundar todo desde cero? ¿Es esa realmente la manera?
En
resumen... En estos días estuve masticando bronca pero también
preguntas. Ante todo, ¿Quién dijo que los profesores que estudiamos
en universidades estamos más “jerarquizados” que los que
estudiaron en terciarios? Mi salario como profesora en media siendo
de la UBA es el mismo que el de un egresado del JVG o de cualquier
otro terciario, y está bien que así sea: nuestro trabajo es el
mismo y nos corresponde igual remuneración por igual tarea. ¿Quién
dijo que trabajar en la universidad es mejor que trabajar en un
terciario? En mi caso particular es al revés: en la UBA soy
ad-honorem y en el terciario
cobré desde el primer día. Sin contar que el docente universitario
queda por fuera del Estatuto del Docente (¡caramba! Será este un
efecto no deseado de esta revolución educativa, o realmente apuntan
a eso?) Para crear el proyecto ¿Se compararon tasas de graduación
de institutos terciarios y de profesorados universitarios? ¿Se
compararon las poblaciones y las condiciones sociales de cada uno? ¿A
qué clase de alumno apuntan? ¿A un estudiante de 19 años de clase
media, recién salido del secundario, con el apoyo de sus padres y
que no trabaja? ¿O a estudiantes de más de 25 años, con familiares
a cargo, que trabajan, que en muchos casos están en contextos
desfavorables? ¿Se hicieron esa pregunta? Las carreras propuestas,
¿serán de cuatro años o más? Las clases,
¿se dictarán en un solo edificio o en varios? ¿Qué ocurrirá con
el patrimonio edilicio de los profesorados? ¿Cómo se gobernará?
¿Cómo será su estructura
interna? ¿Quién elegirá a los decanos, a los jefes de
departamentos, a los cordinadores, a los rectores? ¿Ya tienen
definidos los planes de estudios y los diseños curriculares de las
carreras? ¿Habrá materias optativas y seminarios como los Espacios
de Definición Institucional que actualmente cada terciario diseña
para sus planes de estudio? ¿Por qué no generar más convenios de
articulación con las universidades ya existentes: licenciaturas para
profesores, profesorados para licenciados, ingenieros, técnicos,
posgrados para todos? ¿Por qué el proyecto se presenta a las
apuradas, de manera autoritaria, sin instancias reales de debate y
participación? ¿Por qué no se convoca a la enorme comunidad
educativa de las instituciones terciarias de la Ciudad? Y en un
contexto más amplio: ¿qué está pasando con las Universidades
Nacionales? ¿Qué ocurre con su financiación? ¿Cómo considera
este gobierno (en sus instancias nacionales y locales) a la Ciencia,
la Técnica y la Educación? ¿Y a la Formación Docente continua?
Viendo el contexto del Conicet, del Infod, de las universidades
nacionales, de las escuelas de la ciudad y de los terciarios, no
podemos más que preocuparnos.
Las
preguntas siguen. El diálogo también. Somos muchos los que estamos
en alerta. No crean que porque es diciembre apagamos nuestros
cerebros. Los terciarios estamos de pie.