jueves, 14 de enero de 2021

La era de la intensidad

Hoy es un día de verano en Buenos Aires donde se puede respirar. Hace 24°, no pesa la humedad, no hace un calor agobiante, corre algo de aire, no transpiramos como condenados y hasta tal vez podamos dormir tapados con una sábana. Podríamos decir que es un día lindo, sin temperaturas agobiantes. Un día tibio.


Me gustan los días tibios, los días templados, el otoño, los inicios de la primavera (excepto por las alergias, pero ese es otro tema). Y sin embargo, en el nivel de intensidad que manejamos en las discusiones actuales, si alguien dice que un día como hoy es un día tibio y lindo le caen acusaciones por todos lados. Conformista. Descomprometido. Individualista. Privilegiado. Vos no pensás en los guardavidas de las piletas que pasan frío cuidando a los bañistas. Sos el Grinch del verano. Si querés frío en enero andate a USA, proyanqui imperialista. No querés que la clase obrera disfrute de sus vacaciones, neoliberal. Te gusta el invierno porque te gusta el encierro, antilibertades. Te robaste el verano como Elsa en Frozen. Yo te ví correr, banda del verano. No te ví decir nada cuando hubo una ola de clima templado en la Antártida, asesina de pingüinos. Y así, en minutos, decir que un día templado está bueno te quema la cabeza, te arrepentís de lo que opinaste, borrás el twit y sus vínculos en todas las aplicaciones y apagás todo contacto con el mundo exterior, ese que parece dividido en dos teams irreconciliables. La discusión se repite todos los años, con la constancia del movimiento terrestre y la certeza de que en estas latitudes en enero hace calor y en agosto hace frío (oh! Negadora del cambio climático! Fundamentalista de la traslación!) Así nos movemos, en este pensamiento agrietado, donde si alguien no mide como yo en el political compass ni es el mismo team climático que yo ni le gustan las mismas series que a mí ni vacaciona en el mismo lugar al que voy yo… entonces no tenemos chances de hablar. A menos que sea, obvio, para pegarle a un (oh, por dios, no puedo ni decirlo)… in-de-ci-so. Un indeciso es peor que Lord Voldemort, que Sauron, que Donald Trump. Un indeciso, un Corea-del-Centro, le hace el juego a la derecha y al comunismo soviético a la vez, es autocrático y anarquista disolvente, está en el mismo nivel de quietismo y de imbecilidad que alguien que osa decir “de este tema no sé, prefiero no opinar”. Son cómplices. El que calla, otorga. Se sabe.


En estos días, semanas, meses tan horribles que nos toco vivir por esta pandemia de mierda la intensidad fue la norma. Parece que enseguida quisimos asumir que este contexto no es para nada excepcional y que todo debería seguir como siempre. Nos encerramos en nuestras casas y nos refugiamos en nuestros dispositivos. El homeoffice convivió con el homeschooling y con el ocio y con la tele prendida con títulos catástrofe. Todo eso nos convirtió en seres más intolerantes. Vivimos en ghettos virtuales: si no nos gusta lo que piensa el otro lo silencio, lo bloqueo, lo oculto y lo reporto. Si queremos vivir fuera de las redes sociales no estamos exentos: prendemos la tele y tenemos cinco canales de noticias donde presentan más o menos lo mismo desde distintos puntos de vista (muchas veces quemándonos la cabeza con rumores sin chequear). Nadie informa, todos opinan, nos dicen qué tenemos que opinar y nos repiten lo mismo que dicen las redes virtuales que queremos apartar de nuestra vida. Los medios “tradicionales” alimentan la grieta y las redes sociales la intensifican al máximo; no sólo discutimos de política partidaria, sino que llevamos ese pensamiento binario e intolerante a todo lo demás: política sanitaria, educativa, económica, salarial, cultural, las formas de criar a nuestros hijos, de ejercer nuestra sexualidad y de alimentarnos. Quienes se presentan “neutrales” caen en el error de “mostrar todas las voces” porque todo es lo mismo, y da igual un pseudocientífico que un especialista en epidemiología. Todo nos hace creer inflexibles, todo está bajo la lupa, nuestra opinión tiene que ser más dura que el diamante para resistir. 


“Nadie resiste un archivo”, dicen, y es cierto. Nadie resiste un archivo porque la opinión siempre está condicionada por el contexto, y porque además somos capaces de… ¡cambiar de opinión! ¿Cómo es eso? ¿Cambiar de opinión? Claro, pasarte al lado oscuro. Si no pensás como yo, estás en el lado oscuro. ¿Cuál es el lado oscuro? El otro lado de la grieta. ¿Cómo es que dejaste de amar al verano y te volviste fan del invierno? El amor a las altas temperaturas estaba en tu ADN! Ahora sos cómplice de la destrucción! 

Tener la capacidad de cambiar de opinión parece raro, anticuado. Nací así, soy así y así moriré. Y sin embargo, cuántas veces cambiamos de opinión. Hace veinte años yo pensaba que el aborto era un horror y su ilegalidad me parecía lo más correcto; hace quince años opinaba que querer conocer Europa era tener una mentalidad colonizada; hace diez, que leer Harry Potter era para gente que no sabía leer otra cosa; hace cinco años no me gustaban Los Beatles y hace unos meses me parecía que usar tapabocas no servía para nada. Haber tenido otras ideas me ayuda a al menos tratar de entender al que piensa otra cosa. Algunos repudian con fuerza sus anteriores convicciones y se vuelven los conversos más intensos: “¿Cómo podés ser cómplice de ese horror si yo fui tan iluminado como para salir a tiempo?” Armamos grietas con todo: algunas valen la pena, levantamos las banderas, nos calzamos el pañuelo del color que nos parece y luchamos con total convicción; alzamos la voz, ponemos el cuerpo, llevamos con orgullo nuestras ideas, las mostramos al mundo y en algunos casos forman parte de nuestra identidad. Hay veredas que no estamos dispuestos a cruzar y límites a nuestra tolerancia, por supuesto. Hay cosas que no se negocian y pisos mínimos de convivencia. Dicho esto, no puedo evitar preguntarme si es necesario ver el mundo en blanco y negro todo el tiempo. ¿Es más fácil? ¿No es agotador? Cuando debatimos, ¿lo hacemos para enriquecer nuestras ideas? ¿Para cambiar de opinión? ¿Para convencer al otro? ¿O para sentirnos mejor y dormir tranquios porque le gritamos al mundo nuestra verdad? ¿Qué democracia podemos tener sin debate? ¿Dónde queda la riqueza de la diversidad si sólo hablamos con los que son exactamente iguales a nosotros?Construir enemigos es más fácil que construir argumentos. Al enemigo ni se lo escucha ni se lo entiende. 


Ahora está “en debate” la vuelta a las clases presenciales. Hay tantísimo para debatir, consensuar y proponer si escuchamos al otro, que es hasta necesario: las necesidades de los estudiantes de todos los niveles, de las familias, de los trabajadores de la educación, se chocan con las posibilidades de la realidad financiera, la infraestructura, la logística y la sanidad. Pero de nuevo la grieta: si queremos escuelas abiertas es porque no aguantamos más a nuestrs hijos. Si preguntamos cómo se implementará el regreso en las condiciones actuales somos docentes vagos que no queremos trabajar, cómplices de arruinar una generación entera y sumirla en la ignorancia. A la escuela se le pide todo y se le da muy poco. Los docentes debemos ser los encargados de salvar a las nuevas generaciones de la oscuridad, garantizar la ESI, evitar los abusos, diagnosticar problemas, asegurar los derechos laborales de los padres y lograr que nadie se contagie de Covid, de dengue, de piojos y de bronquiolitis, todo eso logrando aprendizajes significativos para todos y en todos los formatos: virtuales, presenciales, burbujeados y al aire libre. ¿En qué condiciones? Con salarios devaluados, más chicos en las aulas, escuelas sin ventilación, sin agua, sin internet, corriendo de una escuela a otra hacinados en transporte público (nos dicen “docentes taxi” pero el salario nomás nos alcanza para cargar la SUBE), y con discursos oficiales que fuctúan entre el desprecio, la burla, la judicialización y el heroismo. 

En el medio, mientras debatimos entre nosotros como si se nos fuera la vida en ello, los gobiernos hacen como si les interesara la educación, mientras se bajan políticas confusas respecto de contenidos, acreditación y cotidianeidad educativa, mientras los presupuestos caen en el momento en que más recursos se necesitan. Edificios arrasados compartidos por montones de instituciones educativas a la vez, en todos los turnos; escuelas con aulas mínimas donde apenas hay lugar para el docente y su mochila (qué distancia social podemos garantizar?); estudiantes y docentes que deben trasladarse en un transporte público cada vez más precario, y podríamos seguir… La escuela es imprescindible, pero las condiciones no lo reflejan. Mientras navegamos entre la polarización y la incertidumbre como estudiantes, como madres, padres y docentes, los responsables de las políticas educativas se dedican al marketing, a la especulación y a la desinformación. 


A inicios de la pandemia se llenó de discursos optimistas creyendo que de esta salimos mejores humanos, más comprensivos y compasivos. Todos necesitábamos optimismo, por supuesto. Pero casi un año después estamos más agrietados que nunca. Se hace cada vez más difícil pensar sin enojarse, frenar un poco, tratar de limpiar el ruido, bajar la intensidad y esccharnos. Es lo que tratamos de hacer cuando ejercitamos debates en las aulas de las escuelas. Pero ¡oh sorpresa! Le reclamamos a los estudiantes la capacidad de escucha que los adultos perdimos. El año que arrasó con todas las certezas nos convirtió en autopercibidos expertos. ¿Será que volvernos más humildes va contra nuestra naturaleza? 

Una vez comentábamos con amigas el tema de conflicto catalán y nos informábamos de los detalles como si se nos fuera la vida en ello. “No sé de qué lado estar” dije, y una amiga con mucha sensatez me preguntó “por qué tenemos que elegir un lado en cada conflicto que se nos cruza?” Me quedé pensando, no porque no pueda tomar partido en una disputa, sino porque es muy complicado tomar partido en todos-y-cada-uno de los conflictos. ¿Es humanamente posible ser tan esclarecido y tener un pensamiento sin incertidumbre ni contradicciones? Para sentirnos más cómodos abrazamos las grietas que la agenda nos propone, las profundizamos y sumamos nuevas: del clásico peronismo vs. Antiperonismo pasamos al futbolístico River vs. Boca, transitamos el divertido team invierno vs. Team verano, hasta llegar a los absurdos anticuarentena vs. Proencierro o a los team sputnik vs. Team pfizer. La sensatez la dejamos para otra década. Bienvenidos a los años 20, la era de la intensidad.

lunes, 6 de julio de 2020

Preescolar a distancia


    El tiempo vuela, dicen muchos, pero yo creo que el tiempo corre distinto según aquello de lo que estemos hablando. ¿El período del jardín de mi hijo? Pasó volando. ¿Este tiempo de cuarentena? Este tiempo no termina más. Hace dos años y unos meses escribía en el blog la despedida del jardín maternal. En ese momento afrontamos en familia la aventura de empezar un nuevo jardín, con nuevas familias, nuevos compañeros y nuevos horarios; un colegio más lejano a casa y un espacio compartido con mucha más gente. Atravesamos los desafíos que se fueron presentando, y aquí uso a propósito la primera persona del plural, porque intentamos acompañar cada paso y afrontar cada dificultad entre todos: él, obviamente, siendo el protagonista, pero también sus docentes y nosotros desde el rol de papás. 
    
    Durante este verano 2020 nuestro hijo esperó con ansias la llegada de las clases: volver a ver a los compañeros, conocer a la nueva maestra, encargar los buzos de egresaditos y retomar una rutina en un espacio que le resulta familiar, en el contexto especialísimo del nacimiento de su hermana. Cuando estaba internada con la bebé de sólo horas me llegaron las fotos de su primer día de clases, abrazado a su maestra y a sus amigos, acompañado por sus abuelos. Se me caían las lágrimas de emoción por la llegada de ese momento y un poco de frustración por no haber podido acompañarlo, pero con la tranquilidad de saber que en otras fechas especiales sí podríamos estar con él. La rutina escolar duró unos pocos días; luego los tiempos se aceleraron, yo aún no estaba recuperada del todo de la cesárea y ya habíamos tenido que reconvertirnos al homeschooling.
    
    Por la superposición entre licencia y cuarentena, la "educación a distancia" me agarró más del lado del alumno que del lado docente. Belén escribió sobre el vínculo entre familia y escuela desde su lugar de maestra, pero esta vez (y por tiempo limitado) estoy del otro lado. El desafío de la educación-remota-obligatoria-y-apurada se repitió en muchos hogares no sólo del país sino del mundo. Siento que estamos en una especie de experimento global donde nadie sabe muy bien qué quiere, qué resultados se buscan y cuánto tiempo durará la experiencia. Las desigualdades se acentuaron: para conectarnos necesitamos tener necesidades básicas satisfechas, abrigo, alimento, trabajo, dispositivos, conectividad, tiempo y espacio. En casa contamos con todo eso, pero afrontamos, al igual que el resto, la tarea en soledad: todo el resto de las redes de contención y crianza están caídas. No hay abuelos, niñeras, tías ni amigos más que por video llamada. No hay contacto con el mundo exterior. 
"Cuando hay Coronavirus no podemos tocar nada cuando salimos", "El Coronavirus vino un día y cerró los juegos de la plaza y la calesita", "Cuando se vaya el Coronavirus va a venir mi maestra y mis compañeros a tomar la merienda a casa", son algunas de las frases que me tira desde marzo. "Ya falta menos para volver al jardín, como dice mi profe. ¿Cuándo volvemos?" me pregunta, y me parte el corazón no saber qué responder.
    
   La escuela se metió de lleno en casa y la casa de las maestras y la nuestra quedaron conectadas. Ahora no sólo sabemos sus nombres, también los de sus hijos, podemos ver quiénes son más desenvueltas ante la cámara, quiénes contestan los mails a la medianoche porque seguro es el  único momento en que pueden hacerlo, quiénes tienen patio, cómo decoran su living y hasta qué tipo de mate toman. En nivel inicial (y estimo que en primario pasa lo mismo) la conexión no es directa entre docente y niños, como pasa en el aula. Sí o sí tenemos que intervenir los padres, leer sus propuestas, entenderlas, explicarlas a los chicos, convencerlos de que las hagan, intentar documentar las actividades para poder mandarlas a los profesores, conectarnos y conectarlos al Zoom o al Meet para participar de los encuentros virtuales, y tenemos el poder de censurarlas, ignorarlas o modificarlas sin que nadie nos diga nada. Nadie estaba preparado para esto: ni los docentes para "dar clases" de esta forma, ni los padres y madres para ayudarlos con esta intensidad, ni nuestras casas para convertirse en aula y oficina sin dejar de ser hogares. ¿Cómo garantizamos los derechos de los estudiantes de este modo? 
    
    Y en medio de todo eso están ellos y ellas: los chicos y chicas que tienen sobredosis de padres, sub-dosis de maestras, ausencia casi total de pares e inexistencia física de las otras actividades que también los convocan (clubes, talleres, etc.) Hace casi cuatro meses que nuestro hijo no interactúa con otros niños, más que con su hermanita bebé que le devuelve sonrisas, o con algún pibe a lo lejos en las salidas recreativas del fin de semana. Sabe que no puede acercarse, pero desde lejos les grita "hola" y ellos y ellas responden con la mano. A sus compañeros los ve por pequeños grupos, cada tanto, en la pantalla. Recuerda sus nombres, los saluda y conversan un poco. Y eso es todo. Media hora semanal, con suerte y viento a favor. Los pocos amigos con los que interactúa siempre están con su papá o su mamá, y él también. No hay desayunos compartidos, no hay juegos en el patio del jardín, no hay siesta en las colchonetas, no hay mesa para compartir el almuerzo ni espacio para convidarse galletitas en la merienda. No hay cumpleaños, ni toboganes, ni golosinas, ni baile, ni partidos de fútbol, ni peleas, ni reconciliaciones, ni notas en el cuaderno de comunicados para reuniones de padres, ni salidas al teatro, ni actos escolares. No hay espacio donde puedan estar solos.
    
    Una noche de cuarentena vemos Capitán Fantástico, donde el personaje de Viggo Mortensen decide criar a sus siete hijos en medio de la montaña, alejados de la civilización. Cultivan y cazan su alimento, fabrican artesanalmente lo que necesitan, entrenan al ritmo de atletas olímpicos y estudian, estudian y estudian. Por circunstancias especiales tienen que salir de su aislamiento y reconectarse con la civilización. Y ahí demuestran que, más allá de ser excelentes académicamente, no pueden socializar. No pueden conectarse con el otro. Ni con sus primos, ni con sus tíos, ni con la chica que conocen en el camping. No puedo evitar pensar en nuestros hijos e hijas en este contexto. Es exagerado, lo sé. Podemos llevar el homeschooling al extremo, buscar diseños curriculares, videos, tutoriales, estrategias, materiales didácticos y dedicarle horas a nuestros niños en el hogar. Podrán aprender a leer, a escribir, a contar, a dibujar y a hacer experimentos científicos. ¿Podrán socializar, o serán como los hijos de Capitán Fantástico, aptos para Harvard pero no aptos para charlar con otros pares? 
    
    ¿Y qué pasa, mientras tanto, con los niños y niñas que no tienen tiempo, espacio, dispositivos, un ambiente familiar propicio, salud y GANAS de dedicarse a todo esto? ¿Qué pasa con aquellos que están al borde del sistema, aquellos que encontraban en la escuela el último refugio antes de quedar completamente afuera? ¿Qué pasa con aquello extra-curricular que nos da la escuela? ¿Con esa otra mirada extra-familiar sobre los chicos? ¿Con el alimento, con la contención, con la posibilidad de escapar de los problemas de casa o incluso con la posibilidad de buscarle una solución a esos problemas? 
    
    La escuela es necesaria. No sólo para "dejar a los chicos mientras trabajamos", aunque ese también sea un rol importante. ¿Quién cuida a nuestros hijos mientras teletrabajamos? ¿Cómo se organizan los padres-y-madres-trabajadores-esenciales en este contexto donde no tenemos ni niñeras ni parientes que ayuden ni escuelas ni jardines? ¿Acaso se cuidan solos? La escuela es necesaria; no sólo para aprender, aunque estemos intentando enseñar a distancia entre docentes reconvertidos en youtubers y padres reconvertidos en docentes, aunque estemos entre todos intentando suplantar esta actividad esencial. La escuela es necesaria para abrirle a los niños, niñas y adolescentes un universo entero de experiencias, de posibilidades, de conexión con el otro, de inspiración, de amistad y también de enojos, de rebeliones, de protestas. La escuela es necesaria para salir del hogar, del círculo íntimo y familiar. Es salir al mundo.
    
    Cada noche desde hace más de cien días mi hijo me dice que extraña el jardín. También lo extrañamos los padres, también nos hace falta. Necesitamos un poco más de jardín, necesitamos cerrar la etapa haciendo algo más que saludar por Meet y apretar el botón de "abandonar conversación". 
    

viernes, 5 de junio de 2020

Los últimos once meses

Julio 2019. Ezeiza. Me despido de mi familia y me preparo para viajar con mi tía abuela, de más de 80 años, a Italia. Es un viaje que ella tenía pendiente y me propuso acompañarla. Marido e hijo se quedan disfrutando sus vacaciones de invierno, yo me voy con la tía a disfrutar del verano italiano.

Julio 2019. Milán. Después de un vuelo tranquilo y un viaje caótico y demorado en tren, llegamos a Milán. Allí nos encontramos con mi hermana, que vive en Inglaterra y a quien con suerte vemos una vez al año, y luego del reencuentro emotivo le cuento la noticia: está en camino su segundo sobrino o sobrina. Unos días antes de viajar me había enterado del embarazo y me aguanté hasta verla en persona para contárselo. Tenemos unos días de paseo las tres juntas, tía abuela y sus sobrinas, por Milán y los lagos del norte de Italia. Vamos a nuestro ritmo, constante pero tranquilo: la tía mayor, la sobrina embarazada y la otra, recién operada de la mano. No estamos para correr. El calor es agobiante y la temporada alta se hace notar: está lleno de gente por todos lados. Los vagones van abarrotados, nos tocan cancelaciones de trenes, paros de transporte y demoras en aeropuertos. En el “primer mundo” también pasa. Nos despedimos de mi hermana en Milán y seguimos recorriendo: Como, Bellagio, Turín, Génova, Portofino, Cinque Terre y, finalmente, Roma. Aún con el calor y las multitudes, los paseos son hermosos y la comida, espectacular. A los kilos de más que ya tenía le sumo otros kilos nuevos 100% italianos. “Si arranco así el embarazo, ni imagino cómo terminaré”. Mi preocupación, en ese entonces, era el peso. Qué superfluo parece ahora. Quién diría que unos meses después esas calles llenísimas de gente estarían vacías, que Ezeiza estaría sin vuelos, que habría cientos de viajeros varados por todo el mundo, que Milán sería el centro del caos, que Italia sería el espejo en el que nadie se iba a querer ver.

Agosto. Caballito. Ecografía y análisis en mano, mientras espero mi primer control con el obstetra, veo en redes sociales que el peso se sigue devaluando: el día anterior fueron las PASO y el país entero parece dado vuelta. Todo empieza a regirse según los tiempos electorales. Me pregunto cómo será todo cuando nazca el bebé. Ni en mis sueños más delirantes habría pensado que el mundo que encontraría en marzo de 2020 sería este.

Octubre. Buenos Aires. La panza crece, no sólo en Argentina sino también en Inglaterra. Mi hermana también está embarazada. Compartimos a la distancia por videollamada nuestra ilusión, nuestros miedos y nuestro estrés. Nuestro tiempo se cuenta en semanas. El mundo afuera corre, parece no detenerse; corro con él. Mis días están llenos de trabajo, controles médicos, crianza de hijo mayor, nuevos desafíos. El mundo afuera corre, todavía.

Diciembre. Confirmado: dos nenas en camino, la argentina y la inglesa. ¿Cuándo se conocerán las primas? ¿Juntaremos plata para viajar de allá para acá o de acá para allá? Mi panza pesa y ya estoy cansada de correr por la ciudad, pero lo disfruto. Me gusta moverme de un lado al otro, me gusta poder hacerlo mientras imagino a la beba escuchando los sonidos de la ciudad. Me acompaña a dar clases, a tomar exámenes y a los actos y reuniones del fin de sala de cuatro del hermano. Me gusta viajar en subte, mirar la ciudad desde un taxi, corregir en un bar tomando un café, mirar vidrieras de ropa infantil. En Argentina cambia el gobierno. En China, alguien toma la sopa incorrecta y se desata el caos.

Enero 2020. Se confirma mi diabetes gestacional, empiezo una dieta obligada para intentar mantener a raya este problema. Me pregunto cómo seguirá el embarazo, cómo será el parto, cómo impactará en mi hijo la llegada de su hermanita. Pasamos mucho tiempo juntos en la pileta de la abuela, paseando, yendo al cine, comiendo tostados y hamburguesas, haciendo compras para la bebé. Es un verano con pocas noticias: un chancho arrojado desde un helicóptero en Punta del Este, una gripe rara que surge en una ciudad de China. Me llama la atención que le dediquen tanto tiempo en los medios a algo tan lejano. Será que es verano y no hay noticias.

Febrero. Las visitas al obstetra y los controles son más estrictos. Llevar el embarazo hasta el final requiere un esfuerzo mayor al esperado. Con la ayuda familiar para el cuidado de mi niño mayor puedo cumplir con los estudios médicos. La gripe ya es famosa, no es sólo una gripe: es mucho más complicado. El llamado coronavirus se dispersa por el mundo y se habla de cuarentenas, de cerrar ciudades. Me parece un delirio. Cada vez que voy al médico veo más carteles de advertencias, pero parece restringido a quienes viajaron a “zonas de riesgo”. Las ciudades italianas donde anduvimos hace unos meses ahora son zona de riesgo, el epicentro del caos, de lo que ya empieza a llamarse pandemia. ¿Es posible apagar un país? ¿Es posible poner en pausa la vida? Todo parece aún lejano, un problema de otros continentes. En casa nos preparamos para la llegada de la niña. Pasamos los últimos días de febrero reorganizando los muebles y limpiando la casa. Fabri me ayuda a controlarme el azúcar, a volcar los datos en las planillas y me felicita cuando los números dan bien. Ya falta poco.

Primer semana de marzo. Todo se acelera. Diez días antes de la fecha probable, el 2 de marzo, llega Valeria. Un día más tarde, Fabrizio comienza el preescolar: se reencuentra con sus amigos y sus maestras. En el sanatorio recibo las fotos que me mandan abuelos y otras madres: Fabri está a los abrazos con todo el mundo. Está contento. Unas horas después, viene a conocer a su hermanita. Me cuentan que se confirmó el primer caso de coronavirus en Argentina. No puedo pensar en eso. Sólo pienso en recuperarme, en que se prenda a la teta, en que las mediciones de azúcar de la beba den bien, y me pregunto cómo será la rutina cuando Fabri esté en la escuela, marido en la oficina y yo sola en casa con la beba. Esa rutina nunca llega a ocurrir. 
Una amiga que acaba de llegar de Europa me dice que no vendrá a visitarla, que se guardará dos semanas como recomiendan. Yo agradezco, pero en el fondo pienso que un poquito exagera. ¿Tan terrible puede ser esto?
Por suerte, en esos primeros días en el sanatorio y en casa la familia conoce a Valeria, incluyendo a la tía bisabuela con la que, meses atrás, paseamos por esas ciudades de Italia que ahora parecen devastadas. No lo sabemos aún, pero gracias a esos diez días que decidió adelantarse la familia la pudo conocer.

Segunda semana de marzo. Valeria tiene sus primeras visitas al pediatra y la encuentra, por suerte, muy bien. Yo vuelvo a salir a la calle después de la cesárea. Si bien me recupero rápido, cada movimiento me deja agotada. El aire ya se siente raro: la amenaza de la peste es más cercana y en los medios casi no se habla de otra cosa. Las mañanas son agitadas: bien temprano, después de alimentar a la beba, preparamos a Fabri para el colegio. Ya se terminó la adaptación y comienza con el horario habitual. Volver a su rutina lo ayuda a ordenarse, después de la transformación que implicó recibir a su hermanita en casa.
El viernes a la tarde nos preparamos para la excursión: iremos en familia a buscar a Fabri al jardín, para después poder ir juntos al pediatra de Valeria. Es la primera vez en el año que voy a buscarlo. Llego temprano a la puerta, converso con padres y madres. Algunas me abrazan y me felicitan por el nacimiento de Valeria; con otras, mantenemos la distancia. Ya sabemos que hay que evitar el contacto, pero es muy difícil. Fabri me ve de lejos y sonrie. Abraza fuerte a su maestra y cuando salen, también hay abrazo de grupo con sus compañeros. Algunos padres se ponen nerviosos: no debería haber saludos con beso y abrazo. ¿Cómo le decimos a chicos de 5 años que no se abracen? Ya corre el rumor de que suspenderán las clases. Yo no lo creo, ¿cómo puede ser, si hace diez días se dio el primer caso, si son pocos, si esta era una gripe de la que hace poco nadie sabía nada? No me imagino un mundo sin clases. Pero efectivamente, ese fue el último viernes en que pisamos la escuela. Después vamos al pediatra y a tomar la merienda a la casa de mi cuñada. Yo estoy agotada por el esfuerzo y el movimiento; el calor del final del verano se hace sentir, pero disfrutamos del paseo y del encuentro. 
El sábado recibimos más visitas a lo largo del día: estoy feliz de ver a mis amigos y de que nos acompañen en este momento. 
El domingo vamos a la casa de mi abuela: hay gran reunión familiar. Llega la parte de familia que vive en la costa, comemos un genial asado, corremos en el pasto, descanso mientras todos le hacen upa a la bebé. Cambiamos el mate de la tarde por un té, un aburrido té que no tiene el mismo sabor que el mate de los domingos. A la tardecita se le cae el cordón a Valeria. En ese momento, mientras le cambio los pañales y le limpio el flamante ombliguito, el presidente anuncia la suspensión de las clases. Todo se acelera. 

Tercer semana de marzo. Ya sin clases, nos guardamos en casa. La cuarentena no es aún obligatoria, pero nos resguardamos: no hay necesidad de salir más. Sergio y yo estamos de licencia, la bebé está bien, Fabri recibe las primeras tareas vía web. Le avisamos que tenemos que suspender su fiesta de cumpleaños, programada para la semana siguiente. Trato de no llorar mientras se lo digo. Al final de esa semana, se decreta la cuarentena obligatoria y sólo podrán salir a trabajar algunos rubros esenciales. ¿Es posible ponernos en pausa? Algo así nos ocurre. A partir de ese momento, nuestro mundo casi se detiene, la vida transcurre en otro tiempo y en otro espacio, un espacio mínimo, un espacio íntimo. El hogar, y nada más. Los encuentros de las semanas anteriores no volverán a repetirse, quién sabe por cuánto tiempo. Escribo esto cuando comienza el confinamiento y ya parece escrito hace una vida atrás 

Abril. Esto se alarga cada vez más. Sergio vuelve a trabajar, pero desde casa. No hay idea de cuándo volverán las clases. Salimos una vez por semana a hacer compras básicas. Planificamos bien las comidas para no tener que volver a salir por un olvido. Nos pusimos en pausa, pero no del todo. La vida sigue pasando. Yo sigo atravesando el puerperio, así como otros atraviesan duelos, cambios, embarazos, nacimientos, crecimientos, viajes suspendidos, familias partidas que no pueden reencontrarse. Amigas y compañeras de trabajo tienen sus bebés en cuarentena. Ni siquiera los abuelos los llegan a conocer. El 22 de abril, tras 36 horas de trabajo de parto y angustioso acompañamiento virtual, nace en Inglaterra mi sobrina. La pandemia pegó con más fuerza allá que acá, y mi hermana sólo está un día internada: le dan de alta rápido para que esté el menor tiempo posible en el sanatorio. Su pareja puede acompañarla en el parto pero no puede quedarse a dormir la primera noche. Mi hermana se convirtió en madre a miles de kilómetros de su familia argentina, en medio de una pandemia y sin la presencia de su familia política inglesa. 

Mayo. Acá seguimos, empezando una nueva etapa. Como dijo Victoria en este post , yo tampoco puedo pensar. Transcurrimos, nomás. Hibernamos. Hablamos con amigos y familiares, mandamos fotos, posteamos en redes sociales. Muchos están absorbidos por las tareas virtuales, desde la primera hasta la última hora del día. Muchos otros salen a trabajar a un mundo completamente diferente. Yo atravieso la licencia por maternidad más extraña que podría haber imaginado. Los únicos proyectos en los que puedo pensar son de muy corto plazo: la lista de las compras, la receta que estoy probando, el cuidado de los chicos, lograr ver un capítulo de una serie, escribir este post que me lleva semanas. Vamos día a día, hora a hora. El ánimo de todos pende de un hilo. Recuerdo mi vida en febrero y me parece otra vida; ni hablar la vida del julio pasado, cuando el embarazo comenzaba y nadie tenía idea de lo que se venía. 

Junio. Inicia un nuevo mes, faltan sólo días para el invierno y seguimos en casa. Llevamos 80 días en cuarentena y llegaremos a los cien. Hubo algunos cambios, pudimos salir a caminar por el parque de la mano, pero sin juegos de plaza ni interacción con otros niños. Es salida “recreativa” aunque de recreación no hay mucho. La beba ya tiene tres meses, de los cuales dos y medio estuvo encerrada en casa. Somos su mundo entero, y es abrumador. Algunas actividades vuelven, otras siguen limitadas. Tenemos nuestra rutina de cuarentena y nos acostumbramos a ella. Da miedo salir. El recuerdo de los meses previos al caos es cada vez más lejano. Tal vez por eso escribo, no por creer que mi historia sea excepcional sino para no olvidar aquella vida que ahora parece tan lejana, y para pensar que algo de eso aún puede volver, a pesar de los cambios. Para poder contarle a Valeria cómo fue era el mundo cuando nació. 

Escribo para cerrar este post y borro. Escribo y borro. No hay cierre. Las preguntas de los meses anteriores no tienen respuesta. No puedo aún imaginar el final de esta pesadilla.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Puerperio

Escrito hace una semana. Recién ahora estoy con ganas de sentarme frente a la computadora para editar y revisar. La urgencia del confinamiento por pandemia altera todos los planes, e incluso nuestra nueva y pequeña rutina. ¿Publico igual? Sí... pandemia y puerperio se superponen. En eso estamos.

Madrugada. Quiero escribir, quiero dejar salir las ideas. Pero no me da el cuerpo. Aún me cuesta levantarme. La beba llora y el padre le cambia el pañal. Me siento en el borde de la cama y logro prenderla a la teta. Se calma. Vuelve el silencio. Miro el reloj, 2 de la mañana. Hago la cuenta de cuántas horas dormí. El corpiño se moja. Al terminar, voy a la cocina a buscar agua y comida. Chequeo la habitación del hermano mayor. Duerme tranquilo. Mejor, mañana madruga para ir al cole. Miro dormir a la beba. Está en posición fetal. Las manitos en su cara, como se veía en las ecografías. Hace unos días todavía estaba así, dentro mío. En ese espacio que ella habitó ahora hay tirones, dolores, ruidos. Todo vuelve a su lugar. El proceso cuesta. Me arde la herida. Me cuesta ir al baño, pero voy. Me cambio los apósitos, las pérdidas siguen. La miro dormir y lloro. Miro el reloj, ya son más de las 3. Mejor vuelvo a la cama. 

Meconio. Apósito. Calostro. Pezonera. Protector mamario. Entuerto. Loquio. Puerperio. Las palabras que rodean a esta etapa son sonoramente feas. Debería ser un indicio. Me siento mal, siento que de golpe me cae una tonelada de cansancio encima. No debería quejarme, todo salió bien. Los cuidados valieron la pena y la bebé nació súper sana. La cesárea fue linda, dentro de lo lindo que puede ser ir al quirófano. Fue tranquila. No temblé tanto. Estuve siempre con ella en la internación. Los temores se fueron disipando y salimos de alta muy bien las dos. La leche bajó rápido. "No debería quejarme", pienso, "todo salió bien", y sin embargo acá estoy haciendo catarsis, con algo de culpa, porque me quejo de llena. Hay gente que lo pasa peor, es cierto. Pero tampoco estoy en un allinclusive del Caribe. Me pongo algo egoísta, también tengo derecho a quejarme. Es que el cuerpo me molesta y, aunque me recupero rápido, me canso rápido también. 

No tengo paciencia. A duras penas me alcanza la paciencia para mis hijos. Me enojo más fácil que nunca, contesto mal a la gente que me rodea y que me ayuda. Lloro porque no tengo más paciencia, deberían incluir muchas dosis de paciencia en el plan materno infantil. Tengo que hacer trámites. Sacar turnos. Organizar la agenda de visitas médicas. Las mías. Las de hijo mayor. Las de hija menor. Tramitar el documento. Tramitar la credencial de la obra social. Revisar qué pasó con la autorización pendiente. Cordinar horarios con marido. Sigo anotando cosas en la agenda. Alguien se refiere a mi licencia como "vacaciones". JA. 

Ya lo pasé una vez. Sé que pasa, pasa como pasó el embarazo, como pasaron las náuseas, la acidez, el dolor de espalda y las contracciones. Pasa como pasaron también las partes lindas, esas que sí fotografiamos, donde lucimos la panza, las que compartimos, las instagrameables. Sé que pasa y que me voy a sentir mejor, pero hay que atravesarlo. Me ayudaron todos, desde la familia cuidando y acompañando al flamante hermano mayor, hasta las enfermeras que me explicaron todo y me fueron dando claves para la recuperación. No sé cómo hacen las que no tienen ayuda. Mientras escribo esto me pica la garganta y toso. No quiero toser porque me hace doler la panza, pero toso igual. Tomo conciencia de cada parte del cuerpo que molesta. Se me hinchan los pies, la vejiga se infla, los gases molestan, el útero se deshincha, las tetas se llenan. Ya se tiene que despertar la beba. 

Escribo en cuotas, cuando puedo. Planifico a qué hora bañarme, no quiero estar sola en casa cuando lo hago por si me siento mal, todavía me cuesta. Necesito que marido me haga de enfermero y cambie las gasas de la herida. Pero en el medio algo pasa, y luego otra cosa, y el baño que sería a las diez termina siendo a las dos, y me doy cuenta que me olvidé de tomar el analgésico porque todo duele de nuevo. 

Se despierta y jugamos mientras la cambiamos, lo más rápido posible, no sea cosa que se moje en el cambiador. Le hablo aunque recién está descubriendo todo y no entiende qué le digo, "correte para acá, movemos este bracito, estiramos la pierna", como si lo fuera hacer. Pero ahí vamos. Empezamos a comunicarnos. La agarro a upa y huelo su cabecita. Tiene un olor embriagante. Acaricio sus cachetes como tanto soñamos cuando la veíamos en las ecografías. Se prende en la teta. Tengo que lavar este corpiño, mejor busco una babita limpia, a ver cómo la acomodo para que no se caiga. Con una de sus manitos se sostiene la mandíbula. Con la otra, me doy cuenta, me está acariciando. Vamos conectando de a poco. Nos comunicamos como podemos. Viene hijo mayor medio dormido. "Qué bueno que estés mejor, mamá". Lloro otra vez. En mí llanto hay preocupación, me siento mal porque él estaba preocupado por mí; hay agradecimiento; hay miedo; hay orgullo, culpa, cansancio, enojo, dolor y felicidad a la vez. 

Nos toca salir a la calle. Llevar a la beba al pediatra es mi primer paseo post parto. Me peino, me maquillo un poco, me vuelvo a poner el collar que me saqué antes de internarme. Cuando lo veo en el botiquín recuerdo el momento en que me lo saqué, justo después de hablar con mi marido y decirle que me venga a buscar, que parece que hoy es el día, que tenemos que ir a la guardia, que creo que rompí bolsa. Me miro en el espejo mientras agarro el collar y me emociono. Arreglarme de vuelta para salir me devuelve un poco a mí misma. El paseo me agota, y eso que anduve poquito. El ruido de la calle me abruma. Quiero volver a la calma del hogar. Pero llego y estoy tan cansada que tampoco la disfruto. 

"Dormí cuando ella duerme". No me sale. Pero de algún modo en la madrugada, entre teteada y teteada, me brotan las ideas y necesito escribir, más que dormir. Nada de lo que digo es nuevo. Seguro estoy plagiando a alguien. Solo escribo para sacarme ideas atragantadas mientras transito esta etapa, para exorcisar. Y pienso en la lista de las compras. Faltan pañales, gasas, apósitos, y más chocolates para cuando ataco la heladera a cualquier hora. 

Segundo paseo: damos vuelta por la ciudad. Llevamos al mayor al colegio. Vamos al sanatorio a ver a mi médico. Me sacan los puntos. Hacemos compras. Todo me emociona, se me aflojan las lágrimas. Pasar por los lugares donde pasé embarazada, ver los lugares donde tuve miedo, alto riesgo, medir el azúcar, pesarme, pesarla, ir a la guardia, repetir estudios, infectóloga, volvé mañana, sacá otro turno... la intensidad de las últimas semanas quedó atrás. Fue hace poco pero fue hace otra vida. Lloro de nuevo en cada paso del camino.

La vez anterior recuerdo que escribí: siento que me rompí toda y ahora me tengo que reconstruir otra vez. Ahora me siento parecido, pero más leve. El segundo puerperio es tal vez menos intenso pero más caótico. Ahora no me rompí toda, ahora quedé algo machucada y tengo que volver a acomodarme. El puerperio pasa. La beba queda. La vemos dormir, la vemos abrir los ojos, vemos a nuestros hijos crecer. Lloro de nuevo, la emoción cubre todo.

viernes, 3 de enero de 2020

Una nueva aventura

Arranco el año sentándome frente a la compu, en una mañana fresca y con los ruidos del día apenas comenzando. Hace meses que quiero escribir y las urgencias me llevaban para otro lado. Un segundo semestre de 2019 de mucho trabajo, reuniones laborales, reuniones de padres, visitas al pediatra, trámites, y todo acompañado de una panza que se hizo notar bien pronto: ahí empezaba a crecer nuestra beba, ahora le faltan un par de meses para salir a este lado del mundo. Me acompañó dando clases, viajando por la ciudad, andando de un lado para el otro. Más allá de las molestias clásicas y del cansancio arrollador que me atrapa por las noches, venimos súper bien e intentando disfrutar esta espera. Voy releyendo los posts viejos, de cuando esperaba a nuestro primer hijo, y pienso cuánto cambió, y cuánto de todo eso volverá: el insomnio, el cansancio, los miedos, la angustia del puerperio, los temores de primeriza que se reeditan como segundiza (?), todo combinado con un hijo que estará asistiendo a su última sala del jardín (cómo que ya hablamos de egresaditos? ¿Cómo?!) 

Cosas que no cambian:

- los opinólogos y opinólogas. Que la forma de la panza, que mejor llevalo a tal jardín, que qué flaca, que qué gorda, que el nombre, que si ponerle aritos... todos tienen opinión formada y todos se empeñan en decírtela. Lo mejor, hasta ahora, fue este diálogo con un taxista:
- Ah, estás embarazada? Qué bueno. Tenés que descansar.
- Sí, sí, por eso ahora en lugar de colectivo estoy en este taxi 
- Claro, pero eso ya es mucho, qué hacés saliendo de tu casa?
- ...
- Y nada de cocinar, eh!
- Jeje, no, ahora le aviso a mi marido que hoy pedimos una pizza
- Pizza? No, nada de pizza, eso es chatarra. Tenés que comer sano. Una sopa. Algo así.
[y así todo el viaje, el buen hombre casi me manda a dormir hasta que nazca el bebé y alimentarme por sonda]

- la acidez y el insomnio: esto de no saber en qué posición ponerme para dormir, que si de costado me da acidez, que para el otro costado las náuseas, que panza arriba me duele la cintura, que este almohadón por acá, ah pero tengo que ir al baño y entonces desarmo la posición que me costó 15' alcanzar...

- caminar como pato: esta vez la panza se hizo notar desde temprano (aunque, como digo yo, lo que hubo fue una redistribución de la gordura) y eso implica dolores de espalda, andar con las piernas más abiertas, imposible sentarme cómoda... La mayor incomodidad la tuve en la sala de espera del obstetra, donde sin ningún pudor me despatarré lo mejor que pude para aguantar sin matar a nadie.

- la sensibilidad: si todo me emociona siempre, ahora se multiplica por mil. Releo esto que escribí antes que naciera Fabri y ya lloro de vuelta. 

Cosas que cambian:

- El tiempo: en el embarazo anterior tuve tiempo para leer, planificar, escribir en el blog, ir a gimnasia, a charlas y actividades para embarazadas. Ahora... bueno, pues ahora tuve tiempo para sacarme selfies.

- Nuevos miedos: que se suman a los anteriores: ¿podré con todo? ¿Cómo llevará el mayor la llegada de la hermana? ¿Nos alcanzará el lugar en casa? ¿Cómo organizaremos los tiempos? ¿Cómo nos repartiremos con los dos niños? Nuevamente: ¿podremos con todo? 

- El aguante: nuestros hijos crecen y nosotros también. Es decir, ya no somos (tan) jóvenes ni nos bancamos todo de la misma forma que hace unos años. ¿Será igual cuando nazca? ¿O reviviremos de alguna manera para aguantar la intensidad de los primeros meses?

De alguna forma nos iremos adecuando y acomodando a esta nueva etapa. Mientras tanto, se vienen los últimos meses de disfrutar la panza, con un hermanito que le habla y la espera y una familia que tiene muchas ganas de verla :-)

miércoles, 6 de marzo de 2019

Un nuevo año

Volvemos a las aulas. ¿Volvemos? Algo así. Volvemos a la historia de siempre: docentes ninguneados, propuestas tardías e insuficientes, la sospecha eterna de que dejan la paritaria docente para fin de febrero para forzar el conflicto y el paro. Venimos de años repitiendo la misma historia, cada vez más cansados, cada vez más enojados. Con ganas de volver al aula, con ganas de conocer a nuestros y nuestras estudiantes, con ganas de trabajar, con ganas de discutir educación, pedagogía, didáctica, currículum, proyectos, equipos y todas las cosas que atraviesan nuestra práctica. Pero con ganas, también, de llegar a fin de mes, porque la vocación no llena la heladera ni carga la SUBE ni compra los libros ni paga los servicios. Es ridículo tener que aclararlo, pero lo hacemos una y otra vez. En una época, a los que tenemos horas dispersas por muchas escuelas se nos decía "docente taxi", pero ahora ni siquiera alcanza para eso. La semana pasada tuve tres mesas de examen en tres instituciones diferentes. Para llegar a todas gasté, entre taxis y colectivos, unos $450. ¿Me alcanzaría la plata si tuviera que hacer eso todos los días? 

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Hace unos días entré a mi blog a buscar unos posts viejos y me dí cuenta que mi última entrada era del 1° de marzo del año pasado. Un año sin escribir acá. Y entonces recordé todo lo que pasó entre ese 1° de marzo y este nuevo inicio: como mamá, del jardín maternal a la sala de 3, de la jornada extendida a la completa, y mil cosas personales más que no vienen al caso; como docente, laburos nuevos, instituciones nuevas, concursos, desafíos, aprendizajes, trabajo y más trabajo (por suerte!), y también mucha (mucha) lucha. Sólo desde el punto de vista docente (dejando aparte las marchas y debates feministas), pusimos el cuerpo cuanto pudimos, y fue mucho. Luchas por el salario, el paro universitario más grande de los últimos años, la pelea contra la UNICaba, la vigilia en la Legislatura, la pelea para evitar el cierre de las nocturnas, enfrentar el recorte por goteo que aplican en todos lados... Llegamos a diciembre agotados. Realmente agotados. No pararon de pegarnos por todos los frentes. En medio de todo esto, ¿qué escribir? ¿Qué sentido tiene incluso esto que estoy escribiendo ahora? Catarsis, balance, reflexión, tratar de darme ánimos para enfrentar el año que comienza. Mientras escribo, darme cuenta otra vez que en esta vorágine de un nuevo marzo nos faltan las palabras de Débora Kozak, y vuelvo a buscarla en los escritos de su blog. Recorro esa página y me lleno de tristeza, por lo rápido que fue todo, por todo lo que quedó sin hacer, por lo doloroso de su partida, pero también de agradecimiento por haber llegado a conocerla y por haber compartido espacios y momentos que en estos contextos se valoran mucho más. Y también me lleno de admiración. Desde diciembre que quiero escribir sobre ella y no puedo, hasta que vuelvo a leerla y encuentro ahí las palabras que busco: "Por qué elegir hoy ser docente"  , siempre tan clara en su defensa de la profesión, en la enumeración de cosas positivas de nuestro trabajo. 

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El 2018 nos agotó, sí, pero también nos ayudó a crecer. La lucha contra la UNICABA nos dejó, a pesar de su aprobación en la Legislatura, enormes debates y una construcción y solidaridad que son hoy la principal fortaleza de los terciarios de la Ciudad de Buenos Aires. El entusiasmo se respira en las aulas, esas que los altos funcionarios jamás pisaron. Ahí seguiremos construyendo, en el aula y en cada espacio donde nos encontremos. Con las palabras de Débora y de tantos otros compañeros y compañeras como guía, seguimos trabajando; retomando la frase que nos guió todo el año pasado: nos quisieron enterrar pero no sabían que éramos semilla. 

jueves, 1 de marzo de 2018

Adios maternal


Hace cuatro años empecé este blog a manera de pequeño proyecto personal, de espacio donde compartir historias (reales o inventadas, propias o ajenas) y donde matar un poco el tiempo. Sin quererlo se convirtió en un diario de viaje y, en simultáneo, en un diario de maternidad. Pero no es un blog de viajes ni un blog maternal, con algo de cuentos y un poco de educación. No me interesa promocionarlo ni especializarlo ni volverme influencer. Me interesa compartir.

Hoy comparto una sensación agridulce que me acompañó durante el mes de febrero: el adios al jardín maternal. ¿Pero cómo adios, si hace dos años escribía esto? Allá lejos quedan las dudas iniciales, maternal sí o no, dónde lo mando, el “casting” de jardines, las entrevistas y averiguaciones. Un poco más acá, aquellos primeros días, el caos de horarios de la adaptación y los nervios. De a poquito se fue instalando una rutina que se volvió agotadora y disfrutable en partes iguales: preparar la ropa, la vianda, revisar el cuaderno de comunicados, conseguir los materiales que nos pedían, comprar la fruta o las galletitas. Llevarlo y traerlo, disfrutar la caminata de ida en las mañanas por el parque y padecerla los días de lluvia sin suficientes manos para cubrir todo. Primer año en carrito, segundo año en colectivo. Primer año compartiendo una mega siesta después del jardín, segundo año de negociar upa o caminata en la subida por la escalera. Primer año de llanto desconsolado cuando subió al escenario en el acto final, segundo año de llorar de emoción al verlo feliz saltando con sus compañeritos y maestras en la fiesta de cierre.

Durante todo febrero volvió al maternal para el último mes de colonia de vacaciones. Entre feriados, demoras en las obras del jardín, ausencias por fiebre y otras delicias cotidianas, febrero se hizo mucho más breve de lo que ya es. Y acá estamos, guardando para siempre el guardapolvo pequeño y la mochilita de tela. Llorando, como no podía ser de otra manera, mientras preparo la ropa para empezar un nuevo año en un nuevo lugar. Es difícil escribir sobre el maternal sin volverme cursi, pero realmente es impagable la tranquilidad de saber que dejás a tu hijo en un lugar donde se queda contento. Él tal vez no recuerde los nombres de las maestras que lo recibieron cuando aún no caminaba, ni reconozca las caras de quienes fueron sus compañeritos cuando crezcan. Pero sí, esas son las personas que lo acompañaron durante desayunos, almuerzos, siestas, juegos y bailes durante dos años. Que lo aplaudieron cuando dijo sus primeras palabras y con quienes aprendió a compartir.

Ahora nos espera una nueva aventura. Nos pidieron que en la mochila llevemos una cajita de pañuelos descartables, pero yo compré dos: la otra va en mi cartera. Supongo que el inicio de clases me va a emocionar tanto como la despedida del maternal.