jueves, 14 de enero de 2021

La era de la intensidad

Hoy es un día de verano en Buenos Aires donde se puede respirar. Hace 24°, no pesa la humedad, no hace un calor agobiante, corre algo de aire, no transpiramos como condenados y hasta tal vez podamos dormir tapados con una sábana. Podríamos decir que es un día lindo, sin temperaturas agobiantes. Un día tibio.


Me gustan los días tibios, los días templados, el otoño, los inicios de la primavera (excepto por las alergias, pero ese es otro tema). Y sin embargo, en el nivel de intensidad que manejamos en las discusiones actuales, si alguien dice que un día como hoy es un día tibio y lindo le caen acusaciones por todos lados. Conformista. Descomprometido. Individualista. Privilegiado. Vos no pensás en los guardavidas de las piletas que pasan frío cuidando a los bañistas. Sos el Grinch del verano. Si querés frío en enero andate a USA, proyanqui imperialista. No querés que la clase obrera disfrute de sus vacaciones, neoliberal. Te gusta el invierno porque te gusta el encierro, antilibertades. Te robaste el verano como Elsa en Frozen. Yo te ví correr, banda del verano. No te ví decir nada cuando hubo una ola de clima templado en la Antártida, asesina de pingüinos. Y así, en minutos, decir que un día templado está bueno te quema la cabeza, te arrepentís de lo que opinaste, borrás el twit y sus vínculos en todas las aplicaciones y apagás todo contacto con el mundo exterior, ese que parece dividido en dos teams irreconciliables. La discusión se repite todos los años, con la constancia del movimiento terrestre y la certeza de que en estas latitudes en enero hace calor y en agosto hace frío (oh! Negadora del cambio climático! Fundamentalista de la traslación!) Así nos movemos, en este pensamiento agrietado, donde si alguien no mide como yo en el political compass ni es el mismo team climático que yo ni le gustan las mismas series que a mí ni vacaciona en el mismo lugar al que voy yo… entonces no tenemos chances de hablar. A menos que sea, obvio, para pegarle a un (oh, por dios, no puedo ni decirlo)… in-de-ci-so. Un indeciso es peor que Lord Voldemort, que Sauron, que Donald Trump. Un indeciso, un Corea-del-Centro, le hace el juego a la derecha y al comunismo soviético a la vez, es autocrático y anarquista disolvente, está en el mismo nivel de quietismo y de imbecilidad que alguien que osa decir “de este tema no sé, prefiero no opinar”. Son cómplices. El que calla, otorga. Se sabe.


En estos días, semanas, meses tan horribles que nos toco vivir por esta pandemia de mierda la intensidad fue la norma. Parece que enseguida quisimos asumir que este contexto no es para nada excepcional y que todo debería seguir como siempre. Nos encerramos en nuestras casas y nos refugiamos en nuestros dispositivos. El homeoffice convivió con el homeschooling y con el ocio y con la tele prendida con títulos catástrofe. Todo eso nos convirtió en seres más intolerantes. Vivimos en ghettos virtuales: si no nos gusta lo que piensa el otro lo silencio, lo bloqueo, lo oculto y lo reporto. Si queremos vivir fuera de las redes sociales no estamos exentos: prendemos la tele y tenemos cinco canales de noticias donde presentan más o menos lo mismo desde distintos puntos de vista (muchas veces quemándonos la cabeza con rumores sin chequear). Nadie informa, todos opinan, nos dicen qué tenemos que opinar y nos repiten lo mismo que dicen las redes virtuales que queremos apartar de nuestra vida. Los medios “tradicionales” alimentan la grieta y las redes sociales la intensifican al máximo; no sólo discutimos de política partidaria, sino que llevamos ese pensamiento binario e intolerante a todo lo demás: política sanitaria, educativa, económica, salarial, cultural, las formas de criar a nuestros hijos, de ejercer nuestra sexualidad y de alimentarnos. Quienes se presentan “neutrales” caen en el error de “mostrar todas las voces” porque todo es lo mismo, y da igual un pseudocientífico que un especialista en epidemiología. Todo nos hace creer inflexibles, todo está bajo la lupa, nuestra opinión tiene que ser más dura que el diamante para resistir. 


“Nadie resiste un archivo”, dicen, y es cierto. Nadie resiste un archivo porque la opinión siempre está condicionada por el contexto, y porque además somos capaces de… ¡cambiar de opinión! ¿Cómo es eso? ¿Cambiar de opinión? Claro, pasarte al lado oscuro. Si no pensás como yo, estás en el lado oscuro. ¿Cuál es el lado oscuro? El otro lado de la grieta. ¿Cómo es que dejaste de amar al verano y te volviste fan del invierno? El amor a las altas temperaturas estaba en tu ADN! Ahora sos cómplice de la destrucción! 

Tener la capacidad de cambiar de opinión parece raro, anticuado. Nací así, soy así y así moriré. Y sin embargo, cuántas veces cambiamos de opinión. Hace veinte años yo pensaba que el aborto era un horror y su ilegalidad me parecía lo más correcto; hace quince años opinaba que querer conocer Europa era tener una mentalidad colonizada; hace diez, que leer Harry Potter era para gente que no sabía leer otra cosa; hace cinco años no me gustaban Los Beatles y hace unos meses me parecía que usar tapabocas no servía para nada. Haber tenido otras ideas me ayuda a al menos tratar de entender al que piensa otra cosa. Algunos repudian con fuerza sus anteriores convicciones y se vuelven los conversos más intensos: “¿Cómo podés ser cómplice de ese horror si yo fui tan iluminado como para salir a tiempo?” Armamos grietas con todo: algunas valen la pena, levantamos las banderas, nos calzamos el pañuelo del color que nos parece y luchamos con total convicción; alzamos la voz, ponemos el cuerpo, llevamos con orgullo nuestras ideas, las mostramos al mundo y en algunos casos forman parte de nuestra identidad. Hay veredas que no estamos dispuestos a cruzar y límites a nuestra tolerancia, por supuesto. Hay cosas que no se negocian y pisos mínimos de convivencia. Dicho esto, no puedo evitar preguntarme si es necesario ver el mundo en blanco y negro todo el tiempo. ¿Es más fácil? ¿No es agotador? Cuando debatimos, ¿lo hacemos para enriquecer nuestras ideas? ¿Para cambiar de opinión? ¿Para convencer al otro? ¿O para sentirnos mejor y dormir tranquios porque le gritamos al mundo nuestra verdad? ¿Qué democracia podemos tener sin debate? ¿Dónde queda la riqueza de la diversidad si sólo hablamos con los que son exactamente iguales a nosotros?Construir enemigos es más fácil que construir argumentos. Al enemigo ni se lo escucha ni se lo entiende. 


Ahora está “en debate” la vuelta a las clases presenciales. Hay tantísimo para debatir, consensuar y proponer si escuchamos al otro, que es hasta necesario: las necesidades de los estudiantes de todos los niveles, de las familias, de los trabajadores de la educación, se chocan con las posibilidades de la realidad financiera, la infraestructura, la logística y la sanidad. Pero de nuevo la grieta: si queremos escuelas abiertas es porque no aguantamos más a nuestrs hijos. Si preguntamos cómo se implementará el regreso en las condiciones actuales somos docentes vagos que no queremos trabajar, cómplices de arruinar una generación entera y sumirla en la ignorancia. A la escuela se le pide todo y se le da muy poco. Los docentes debemos ser los encargados de salvar a las nuevas generaciones de la oscuridad, garantizar la ESI, evitar los abusos, diagnosticar problemas, asegurar los derechos laborales de los padres y lograr que nadie se contagie de Covid, de dengue, de piojos y de bronquiolitis, todo eso logrando aprendizajes significativos para todos y en todos los formatos: virtuales, presenciales, burbujeados y al aire libre. ¿En qué condiciones? Con salarios devaluados, más chicos en las aulas, escuelas sin ventilación, sin agua, sin internet, corriendo de una escuela a otra hacinados en transporte público (nos dicen “docentes taxi” pero el salario nomás nos alcanza para cargar la SUBE), y con discursos oficiales que fuctúan entre el desprecio, la burla, la judicialización y el heroismo. 

En el medio, mientras debatimos entre nosotros como si se nos fuera la vida en ello, los gobiernos hacen como si les interesara la educación, mientras se bajan políticas confusas respecto de contenidos, acreditación y cotidianeidad educativa, mientras los presupuestos caen en el momento en que más recursos se necesitan. Edificios arrasados compartidos por montones de instituciones educativas a la vez, en todos los turnos; escuelas con aulas mínimas donde apenas hay lugar para el docente y su mochila (qué distancia social podemos garantizar?); estudiantes y docentes que deben trasladarse en un transporte público cada vez más precario, y podríamos seguir… La escuela es imprescindible, pero las condiciones no lo reflejan. Mientras navegamos entre la polarización y la incertidumbre como estudiantes, como madres, padres y docentes, los responsables de las políticas educativas se dedican al marketing, a la especulación y a la desinformación. 


A inicios de la pandemia se llenó de discursos optimistas creyendo que de esta salimos mejores humanos, más comprensivos y compasivos. Todos necesitábamos optimismo, por supuesto. Pero casi un año después estamos más agrietados que nunca. Se hace cada vez más difícil pensar sin enojarse, frenar un poco, tratar de limpiar el ruido, bajar la intensidad y esccharnos. Es lo que tratamos de hacer cuando ejercitamos debates en las aulas de las escuelas. Pero ¡oh sorpresa! Le reclamamos a los estudiantes la capacidad de escucha que los adultos perdimos. El año que arrasó con todas las certezas nos convirtió en autopercibidos expertos. ¿Será que volvernos más humildes va contra nuestra naturaleza? 

Una vez comentábamos con amigas el tema de conflicto catalán y nos informábamos de los detalles como si se nos fuera la vida en ello. “No sé de qué lado estar” dije, y una amiga con mucha sensatez me preguntó “por qué tenemos que elegir un lado en cada conflicto que se nos cruza?” Me quedé pensando, no porque no pueda tomar partido en una disputa, sino porque es muy complicado tomar partido en todos-y-cada-uno de los conflictos. ¿Es humanamente posible ser tan esclarecido y tener un pensamiento sin incertidumbre ni contradicciones? Para sentirnos más cómodos abrazamos las grietas que la agenda nos propone, las profundizamos y sumamos nuevas: del clásico peronismo vs. Antiperonismo pasamos al futbolístico River vs. Boca, transitamos el divertido team invierno vs. Team verano, hasta llegar a los absurdos anticuarentena vs. Proencierro o a los team sputnik vs. Team pfizer. La sensatez la dejamos para otra década. Bienvenidos a los años 20, la era de la intensidad.