viernes, 5 de junio de 2020

Los últimos once meses

Julio 2019. Ezeiza. Me despido de mi familia y me preparo para viajar con mi tía abuela, de más de 80 años, a Italia. Es un viaje que ella tenía pendiente y me propuso acompañarla. Marido e hijo se quedan disfrutando sus vacaciones de invierno, yo me voy con la tía a disfrutar del verano italiano.

Julio 2019. Milán. Después de un vuelo tranquilo y un viaje caótico y demorado en tren, llegamos a Milán. Allí nos encontramos con mi hermana, que vive en Inglaterra y a quien con suerte vemos una vez al año, y luego del reencuentro emotivo le cuento la noticia: está en camino su segundo sobrino o sobrina. Unos días antes de viajar me había enterado del embarazo y me aguanté hasta verla en persona para contárselo. Tenemos unos días de paseo las tres juntas, tía abuela y sus sobrinas, por Milán y los lagos del norte de Italia. Vamos a nuestro ritmo, constante pero tranquilo: la tía mayor, la sobrina embarazada y la otra, recién operada de la mano. No estamos para correr. El calor es agobiante y la temporada alta se hace notar: está lleno de gente por todos lados. Los vagones van abarrotados, nos tocan cancelaciones de trenes, paros de transporte y demoras en aeropuertos. En el “primer mundo” también pasa. Nos despedimos de mi hermana en Milán y seguimos recorriendo: Como, Bellagio, Turín, Génova, Portofino, Cinque Terre y, finalmente, Roma. Aún con el calor y las multitudes, los paseos son hermosos y la comida, espectacular. A los kilos de más que ya tenía le sumo otros kilos nuevos 100% italianos. “Si arranco así el embarazo, ni imagino cómo terminaré”. Mi preocupación, en ese entonces, era el peso. Qué superfluo parece ahora. Quién diría que unos meses después esas calles llenísimas de gente estarían vacías, que Ezeiza estaría sin vuelos, que habría cientos de viajeros varados por todo el mundo, que Milán sería el centro del caos, que Italia sería el espejo en el que nadie se iba a querer ver.

Agosto. Caballito. Ecografía y análisis en mano, mientras espero mi primer control con el obstetra, veo en redes sociales que el peso se sigue devaluando: el día anterior fueron las PASO y el país entero parece dado vuelta. Todo empieza a regirse según los tiempos electorales. Me pregunto cómo será todo cuando nazca el bebé. Ni en mis sueños más delirantes habría pensado que el mundo que encontraría en marzo de 2020 sería este.

Octubre. Buenos Aires. La panza crece, no sólo en Argentina sino también en Inglaterra. Mi hermana también está embarazada. Compartimos a la distancia por videollamada nuestra ilusión, nuestros miedos y nuestro estrés. Nuestro tiempo se cuenta en semanas. El mundo afuera corre, parece no detenerse; corro con él. Mis días están llenos de trabajo, controles médicos, crianza de hijo mayor, nuevos desafíos. El mundo afuera corre, todavía.

Diciembre. Confirmado: dos nenas en camino, la argentina y la inglesa. ¿Cuándo se conocerán las primas? ¿Juntaremos plata para viajar de allá para acá o de acá para allá? Mi panza pesa y ya estoy cansada de correr por la ciudad, pero lo disfruto. Me gusta moverme de un lado al otro, me gusta poder hacerlo mientras imagino a la beba escuchando los sonidos de la ciudad. Me acompaña a dar clases, a tomar exámenes y a los actos y reuniones del fin de sala de cuatro del hermano. Me gusta viajar en subte, mirar la ciudad desde un taxi, corregir en un bar tomando un café, mirar vidrieras de ropa infantil. En Argentina cambia el gobierno. En China, alguien toma la sopa incorrecta y se desata el caos.

Enero 2020. Se confirma mi diabetes gestacional, empiezo una dieta obligada para intentar mantener a raya este problema. Me pregunto cómo seguirá el embarazo, cómo será el parto, cómo impactará en mi hijo la llegada de su hermanita. Pasamos mucho tiempo juntos en la pileta de la abuela, paseando, yendo al cine, comiendo tostados y hamburguesas, haciendo compras para la bebé. Es un verano con pocas noticias: un chancho arrojado desde un helicóptero en Punta del Este, una gripe rara que surge en una ciudad de China. Me llama la atención que le dediquen tanto tiempo en los medios a algo tan lejano. Será que es verano y no hay noticias.

Febrero. Las visitas al obstetra y los controles son más estrictos. Llevar el embarazo hasta el final requiere un esfuerzo mayor al esperado. Con la ayuda familiar para el cuidado de mi niño mayor puedo cumplir con los estudios médicos. La gripe ya es famosa, no es sólo una gripe: es mucho más complicado. El llamado coronavirus se dispersa por el mundo y se habla de cuarentenas, de cerrar ciudades. Me parece un delirio. Cada vez que voy al médico veo más carteles de advertencias, pero parece restringido a quienes viajaron a “zonas de riesgo”. Las ciudades italianas donde anduvimos hace unos meses ahora son zona de riesgo, el epicentro del caos, de lo que ya empieza a llamarse pandemia. ¿Es posible apagar un país? ¿Es posible poner en pausa la vida? Todo parece aún lejano, un problema de otros continentes. En casa nos preparamos para la llegada de la niña. Pasamos los últimos días de febrero reorganizando los muebles y limpiando la casa. Fabri me ayuda a controlarme el azúcar, a volcar los datos en las planillas y me felicita cuando los números dan bien. Ya falta poco.

Primer semana de marzo. Todo se acelera. Diez días antes de la fecha probable, el 2 de marzo, llega Valeria. Un día más tarde, Fabrizio comienza el preescolar: se reencuentra con sus amigos y sus maestras. En el sanatorio recibo las fotos que me mandan abuelos y otras madres: Fabri está a los abrazos con todo el mundo. Está contento. Unas horas después, viene a conocer a su hermanita. Me cuentan que se confirmó el primer caso de coronavirus en Argentina. No puedo pensar en eso. Sólo pienso en recuperarme, en que se prenda a la teta, en que las mediciones de azúcar de la beba den bien, y me pregunto cómo será la rutina cuando Fabri esté en la escuela, marido en la oficina y yo sola en casa con la beba. Esa rutina nunca llega a ocurrir. 
Una amiga que acaba de llegar de Europa me dice que no vendrá a visitarla, que se guardará dos semanas como recomiendan. Yo agradezco, pero en el fondo pienso que un poquito exagera. ¿Tan terrible puede ser esto?
Por suerte, en esos primeros días en el sanatorio y en casa la familia conoce a Valeria, incluyendo a la tía bisabuela con la que, meses atrás, paseamos por esas ciudades de Italia que ahora parecen devastadas. No lo sabemos aún, pero gracias a esos diez días que decidió adelantarse la familia la pudo conocer.

Segunda semana de marzo. Valeria tiene sus primeras visitas al pediatra y la encuentra, por suerte, muy bien. Yo vuelvo a salir a la calle después de la cesárea. Si bien me recupero rápido, cada movimiento me deja agotada. El aire ya se siente raro: la amenaza de la peste es más cercana y en los medios casi no se habla de otra cosa. Las mañanas son agitadas: bien temprano, después de alimentar a la beba, preparamos a Fabri para el colegio. Ya se terminó la adaptación y comienza con el horario habitual. Volver a su rutina lo ayuda a ordenarse, después de la transformación que implicó recibir a su hermanita en casa.
El viernes a la tarde nos preparamos para la excursión: iremos en familia a buscar a Fabri al jardín, para después poder ir juntos al pediatra de Valeria. Es la primera vez en el año que voy a buscarlo. Llego temprano a la puerta, converso con padres y madres. Algunas me abrazan y me felicitan por el nacimiento de Valeria; con otras, mantenemos la distancia. Ya sabemos que hay que evitar el contacto, pero es muy difícil. Fabri me ve de lejos y sonrie. Abraza fuerte a su maestra y cuando salen, también hay abrazo de grupo con sus compañeros. Algunos padres se ponen nerviosos: no debería haber saludos con beso y abrazo. ¿Cómo le decimos a chicos de 5 años que no se abracen? Ya corre el rumor de que suspenderán las clases. Yo no lo creo, ¿cómo puede ser, si hace diez días se dio el primer caso, si son pocos, si esta era una gripe de la que hace poco nadie sabía nada? No me imagino un mundo sin clases. Pero efectivamente, ese fue el último viernes en que pisamos la escuela. Después vamos al pediatra y a tomar la merienda a la casa de mi cuñada. Yo estoy agotada por el esfuerzo y el movimiento; el calor del final del verano se hace sentir, pero disfrutamos del paseo y del encuentro. 
El sábado recibimos más visitas a lo largo del día: estoy feliz de ver a mis amigos y de que nos acompañen en este momento. 
El domingo vamos a la casa de mi abuela: hay gran reunión familiar. Llega la parte de familia que vive en la costa, comemos un genial asado, corremos en el pasto, descanso mientras todos le hacen upa a la bebé. Cambiamos el mate de la tarde por un té, un aburrido té que no tiene el mismo sabor que el mate de los domingos. A la tardecita se le cae el cordón a Valeria. En ese momento, mientras le cambio los pañales y le limpio el flamante ombliguito, el presidente anuncia la suspensión de las clases. Todo se acelera. 

Tercer semana de marzo. Ya sin clases, nos guardamos en casa. La cuarentena no es aún obligatoria, pero nos resguardamos: no hay necesidad de salir más. Sergio y yo estamos de licencia, la bebé está bien, Fabri recibe las primeras tareas vía web. Le avisamos que tenemos que suspender su fiesta de cumpleaños, programada para la semana siguiente. Trato de no llorar mientras se lo digo. Al final de esa semana, se decreta la cuarentena obligatoria y sólo podrán salir a trabajar algunos rubros esenciales. ¿Es posible ponernos en pausa? Algo así nos ocurre. A partir de ese momento, nuestro mundo casi se detiene, la vida transcurre en otro tiempo y en otro espacio, un espacio mínimo, un espacio íntimo. El hogar, y nada más. Los encuentros de las semanas anteriores no volverán a repetirse, quién sabe por cuánto tiempo. Escribo esto cuando comienza el confinamiento y ya parece escrito hace una vida atrás 

Abril. Esto se alarga cada vez más. Sergio vuelve a trabajar, pero desde casa. No hay idea de cuándo volverán las clases. Salimos una vez por semana a hacer compras básicas. Planificamos bien las comidas para no tener que volver a salir por un olvido. Nos pusimos en pausa, pero no del todo. La vida sigue pasando. Yo sigo atravesando el puerperio, así como otros atraviesan duelos, cambios, embarazos, nacimientos, crecimientos, viajes suspendidos, familias partidas que no pueden reencontrarse. Amigas y compañeras de trabajo tienen sus bebés en cuarentena. Ni siquiera los abuelos los llegan a conocer. El 22 de abril, tras 36 horas de trabajo de parto y angustioso acompañamiento virtual, nace en Inglaterra mi sobrina. La pandemia pegó con más fuerza allá que acá, y mi hermana sólo está un día internada: le dan de alta rápido para que esté el menor tiempo posible en el sanatorio. Su pareja puede acompañarla en el parto pero no puede quedarse a dormir la primera noche. Mi hermana se convirtió en madre a miles de kilómetros de su familia argentina, en medio de una pandemia y sin la presencia de su familia política inglesa. 

Mayo. Acá seguimos, empezando una nueva etapa. Como dijo Victoria en este post , yo tampoco puedo pensar. Transcurrimos, nomás. Hibernamos. Hablamos con amigos y familiares, mandamos fotos, posteamos en redes sociales. Muchos están absorbidos por las tareas virtuales, desde la primera hasta la última hora del día. Muchos otros salen a trabajar a un mundo completamente diferente. Yo atravieso la licencia por maternidad más extraña que podría haber imaginado. Los únicos proyectos en los que puedo pensar son de muy corto plazo: la lista de las compras, la receta que estoy probando, el cuidado de los chicos, lograr ver un capítulo de una serie, escribir este post que me lleva semanas. Vamos día a día, hora a hora. El ánimo de todos pende de un hilo. Recuerdo mi vida en febrero y me parece otra vida; ni hablar la vida del julio pasado, cuando el embarazo comenzaba y nadie tenía idea de lo que se venía. 

Junio. Inicia un nuevo mes, faltan sólo días para el invierno y seguimos en casa. Llevamos 80 días en cuarentena y llegaremos a los cien. Hubo algunos cambios, pudimos salir a caminar por el parque de la mano, pero sin juegos de plaza ni interacción con otros niños. Es salida “recreativa” aunque de recreación no hay mucho. La beba ya tiene tres meses, de los cuales dos y medio estuvo encerrada en casa. Somos su mundo entero, y es abrumador. Algunas actividades vuelven, otras siguen limitadas. Tenemos nuestra rutina de cuarentena y nos acostumbramos a ella. Da miedo salir. El recuerdo de los meses previos al caos es cada vez más lejano. Tal vez por eso escribo, no por creer que mi historia sea excepcional sino para no olvidar aquella vida que ahora parece tan lejana, y para pensar que algo de eso aún puede volver, a pesar de los cambios. Para poder contarle a Valeria cómo fue era el mundo cuando nació. 

Escribo para cerrar este post y borro. Escribo y borro. No hay cierre. Las preguntas de los meses anteriores no tienen respuesta. No puedo aún imaginar el final de esta pesadilla.