jueves, 20 de febrero de 2014

Papelón internacional

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  Viajar es fabuloso. Conocer lugares, conocer gente, vivir experiencias novedosas, salirse un poco de la rutina y espiar por el costado las rutinas de los demás. Viajar es como la vida misma: por más que uno planifique, organice, repase los detalles... la vida te sorprende, y los viajes también. Como me pasó en la Gare du Nord.
  Vale aclarar que venía sin dormir: hacía menos de 48 hs que habíamos aterrizado, y entre el jet lag, dormir entrecortado en los vuelos y la emoción por empezar nuestra aventura, llevaba acumuladas algo así como 5 horas de sueño en total. Era aún de noche y entre RER y metro ya llevábamos una hora viajando cuando, a las 7 am, llegamos a la Gare du Nord aguardando el tren para ir a Bruselas. Habíamos sacado el pasaje con mucha anticipación para que saliera barato (fundamental para un tercermundista mochileando por Europa). Y yo había leído en varios blogs y guías que a los pasajes de tren hay que “validarlos” antes de viajar. No entendía eso de la “validación de tickets”, en años y años de viajar en el Sarmiento nunca había tenido que validar nada. Temía subir al tren, que cayera un guarda francés o belga, me pidiera el ticket validado y al no tenerlo, me arrojara a las llanuras del Somme a 300 km/h.
  “Mejor preguntemos”. Yo estaba emocionada porque con mi precario francés había podido pedir un café (fácil, porque café se dice café en todos lados), y entonces sentía que tenía todo Francia a mis pies. “Sí, sí, voy a preguntar”. Repasé, igual, pensé bien la frase antes de decirla porque sin dormir y en un idioma extraño tampoco estaba en condiciones de improvisar. “Bonjour” (fundamental) “Est-ce que je peux voyager á Bruxelles avec cette billet?”. Repetí varias veces en la mente y me fui a buscar la cabina de informaciones. Ahí, en el medio de la estación que aparece tantas veces en los libros de idiomas, tan grande y con trenes a todo el mundo, ahí estaba yo a punto de hablar en francés con un nativo. Groso. Vamos que podemos. Encontré la cabina y ahí lo encontré.
 Un enano. Un enanito como los que aparecían en el programa de Susana Giménez, como el de Willow. Ahí, grandota y pelotuda, nunca había visto un enano en mi vida. Estaba sentado en una silla que le quedaba enorme y me miraba desde abajo.
  Con pocas horas de sueño y sintiéndome Gulliver me olvidé de todo lo que había repasado. Me paralicé. Si me habló no me acuerdo, y si lo hizo no le entendí un carajo. Y me pasó lo que (según todos los viajeros que dicen que los franceses son amargos y que odian a los ingleses) no te debe pasar. Empecé a hablar en inglés. En realidad hablé en una ensalada, una especie de portuñol, franglés, inglacés, no sé cómo se diría. Años de instituto de inglés contra pocos meses de francés, la batalla se jugaba en mi confundido cerebro. “Bonjour (vamos bien). Est-ce-que-je-peux (oh yeah!) vo-ya-ger (you can do it) with this ticket to Brussels?” (ohhh nooooo).
  Lo mejor de todo fue que el enanito me entendió. O algo así. O vio mi cara de terror y se apiadó de mí. Me hizo el gesto internacional de “sí” con la cabeza, no sé en qué idioma me contestó. Yo no entendía nada, sentía que alrededor mío hablaban en chino mandarín. Me fui muerta de vergüenza y nunca más olvidé el enanito.
  Sentirse ciudadano del mundo y ser súper abierto y tolerante con la diferencia es más difícil de lo que pensaba. Y lo del enano era sólo un indicio de las ensaladas y confusiones idiomáticas que estaban por venir.



 Moraleja: aprendí que si el pasaje tiene fecha y hora no es necesario validarlo. Los que se validan son los tickets abiertos, para que ninguno se haga el bobo y quiera viajar por todo el continente con el mismo billetito. Y el 100% de los enanos que conozco es re amable y políglota.


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