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Viajar
es fabuloso. Conocer lugares, conocer gente, vivir experiencias
novedosas, salirse un poco de la rutina y espiar por el costado las
rutinas de los demás. Viajar es como la vida misma: por más que uno
planifique, organice, repase los detalles... la vida te sorprende, y
los viajes también. Como me pasó en la Gare du Nord.
Vale
aclarar que venía sin dormir: hacía menos de 48 hs que habíamos
aterrizado, y entre el jet lag, dormir entrecortado en los vuelos y
la emoción por empezar nuestra aventura, llevaba acumuladas algo así
como 5 horas de sueño en total. Era aún de noche y entre RER y
metro ya llevábamos una hora viajando cuando, a las 7 am, llegamos a
la Gare du Nord aguardando el tren para ir a Bruselas. Habíamos
sacado el pasaje con mucha anticipación para que saliera barato
(fundamental para un tercermundista mochileando por Europa). Y yo
había leído en varios blogs y guías que a los pasajes de tren hay
que “validarlos” antes de viajar. No entendía eso de la
“validación de tickets”, en años y años de viajar en el
Sarmiento nunca había tenido que validar nada. Temía subir al tren,
que cayera un guarda francés o belga, me pidiera el ticket validado
y al no tenerlo, me arrojara a las llanuras del Somme a 300 km/h.
“Mejor
preguntemos”. Yo estaba emocionada porque con mi precario francés
había podido pedir un café (fácil, porque café
se dice café en todos
lados), y entonces sentía que tenía todo Francia a mis pies. “Sí,
sí, voy a preguntar”. Repasé, igual, pensé bien la frase antes
de decirla porque sin dormir y en un idioma extraño tampoco estaba
en condiciones de improvisar. “Bonjour” (fundamental) “Est-ce
que je peux voyager á Bruxelles avec cette billet?”. Repetí
varias veces en la mente y me fui a buscar la cabina de
informaciones. Ahí, en el medio de la estación que aparece tantas
veces en los libros de idiomas, tan grande y con trenes a todo el
mundo, ahí estaba yo a punto de hablar en francés con un nativo.
Groso. Vamos que podemos. Encontré la cabina y ahí lo encontré.
Un
enano. Un enanito como los que aparecían en el programa de Susana
Giménez, como el de Willow. Ahí, grandota y pelotuda, nunca había
visto un enano en mi vida. Estaba sentado en una silla que le quedaba
enorme y me miraba desde abajo.
Con
pocas horas de sueño y sintiéndome Gulliver me olvidé de todo lo
que había repasado. Me paralicé. Si me habló no me acuerdo, y si
lo hizo no le entendí un carajo. Y me pasó lo que (según todos los
viajeros que dicen que los franceses son amargos y que odian a los
ingleses) no te debe pasar. Empecé a hablar en inglés. En realidad
hablé en una ensalada, una especie de portuñol, franglés,
inglacés, no sé cómo se diría. Años
de instituto de inglés contra pocos meses de francés, la batalla se
jugaba en mi confundido cerebro. “Bonjour (vamos bien).
Est-ce-que-je-peux (oh yeah!) vo-ya-ger (you can do it) with this
ticket to Brussels?” (ohhh nooooo).
Lo
mejor de todo fue que el enanito me entendió. O algo así. O vio mi
cara de terror y se apiadó de mí. Me hizo el gesto internacional de
“sí” con la cabeza, no sé en qué idioma me contestó. Yo no
entendía nada, sentía que alrededor mío hablaban en chino
mandarín. Me fui muerta de vergüenza y nunca más olvidé el enanito.
Sentirse
ciudadano del mundo y ser súper abierto y tolerante con la diferencia es
más difícil de lo que pensaba. Y lo del enano era sólo un indicio
de las ensaladas y confusiones idiomáticas que estaban por venir.
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