Cae
la noche y todos se guardan en las madrigueras. En un movimiento
lento pero inexorable la ciudad se vacía y las multitudes de
explotadores y explotados se esconden de la oscuridad.
La
noche en los campos es brillante y con la luna se adivinan los
horizontes, y sus habitantes también descansan. Se oyen los ruidos
lejanos y la vista se agudiza, pero todos duermen a la espera de la
salida del sol, cuando todo vuelve a empezar. Sólo algunos animales
nocturnos rompen con sus voces el silencio, y el mudo sonido del
viento arrulla al cielo y a la tierra.
En
la ciudad, en cambio, los animales nocturnos son otros. No sólo las
ratas y los bichos entre caños y rincones mugrientos. Desde lejos,
desde arriba, todo parece calmo y silente, sin hojas mecidas por el
viento, sin el batir de alas de lechuzas. Mirando más de cerca el
panorama es distinto. Cuando todos aquellos llegan a sus casas, hay
otros que sin sufrir de insomnio están despiertos hasta que sale el
sol. En contramano, en los vacíos vagones que van al centro, salen a
la calle para hacer el trabajo sucio, para que todo funcione al día
siguiente, mientras ellos duerman acostumbrados al barullo de la
ciudad.
Los
pocos colectivos que circulan guardan misterios que, a la luz del
día, uno no imagina. Y entre conductores y pasajeros hay una
camaradería, una comunicación que asombraría a los transeúntes de
la hora pico. Los desposeídos pueblan densamente los rincones, más
visibles ahora que hay más oscuridad.
Con
el nuevo siglo proliferan nuevos trabajos nocturnos, que se
superponen con los nocturnos de siempre. Los kioskos abiertos toda la
noche, ajenos a cualquier lógica económica pero siempre listos con
ese paquete de cigarrillos, esa textura de preservativos, ese antojo
de dulce con más dulce de las embarazadas, un café caliente para el
residente de guardia en el hospital público, un digestivo de venta
libre para bajar la cena. El patrullero haciendo la ronda nocturna,
charlando con los caballeros, y levantando la comisión de la noche
de las mujeres de la esquina. Arriba de esa esquina, algunas luces
encendidas marcan el horario de oficina de estos nuevos jóvenes que
atienden por teléfono a gentes de otros rincones del planeta, a
fuerza de café y chat.
Y
el edificio de elegantes ventanales tiembla al paso del monstruo
ruidoso, hediondo, que devora alimento en bolsas negras que hombres
corriendo arrojan a su boca. Monstruo carroñero que no deja rastros
de su comida, haciendo parecer que quiere más, que es insaciable. En
nuestra generosidad lo alimentamos: mejor no pensar donde deja sus
propios deshechos... lejos, lejos donde no se huela ni se sienta su
sabor en el agua.
Algunas
luces encendidas sugieren que aún hay vida, que algunos permanecen
en vigilia para asegurar que amanezca de nuevo, mientras el resto
está protegido por un sueño profundo. El que tiene que entregar el
informe, el que mañana rinde su primer parcial y se pregunta cómo
será, el que rinde el último y se pregunta cómo será lo que
vendrá después. La madre que termina la tarea de manualidades del
hijo, la madre que cuenta contracciones y dilataciones y su propia
madre que pasa la noche en vela. El padre que se levanta a preparar
la mamadera, el que saca a pasear al perro a la hora en que nadie
molesta, el padre que espera levantado a su hijo que trabaja de
noche, y le hará unos mates que para uno son el desayuno y para el
otro, la cena. La pareja que se besa, el hombre que hace zapping
mientras la esposa duerme. El cantante que compone, los bohemios que
debaten, los maestros que corrigen, los periodistas en la redacción,
y los que hacen guardia: el del hospital, el bombero, el portero del
edificio, la telefonista de los taxis, el que entrega la llave en el
hotel alojamiento, los de la casa de velorios y los de neonatología.
La locutora sexy que acompaña a todos con su voz de noche. Y el del
taxi que recién empieza dice “buenos días” a la camarera que
limpió el local, y con sueño responde “buenas noches”.
Para
los que despiertan, parecerá que fue poco, que no alcanzan las horas
de sueño. Para los que van a dormir fue nuevamente una noche
interminable, fría y monótona, sin los precios del mercado de
divisas, sin los resultados de algún partido de fútbol, sin los
anuncios grandilocuentes del presidente, sin ver demasiadas estrellas
opacadas por la luz, y sin prender la luz para no despertar a los que
duermen.
[2004]
No hay comentarios:
Publicar un comentario