domingo, 16 de marzo de 2014

Divagaciones norteñas

Poner sobre el papel un montón de sensaciones que flotan alrededor mío es un poco absurdo. Es simplificar y pasar por el filtro de la razón y de la escritura algo que, por definición, la excede. Es como nombrar el amor; verbalizarlo es cargar de definiciones algo que, por definición, no puede definirse, ni clasificarse, ni poseerse, que tiene tantos sentidos como experiencias posibles. Nombrarlo es en cierto modo ponerlo en una caja de expectativas y deberes, es casi matarlo.
Hablamos durante horas de sentidos, de fenómenos y de experiencias, de fenómenos en relación, de percepciones, y todo se mezcla con colores, sonidos, un clima distinto, indicios que me remiten a mi infancia, a ese alguien que fui cuando nada pasaba por la razón y el intelecto. Recuerdos que se activan por sonidos o por silencios, por fotos mentales, por imágenes, o por ese algo imperceptible que llamamos sensaciones.
Intento sacar fotos para captar las sensaciones, y es más lo que queda afuera que lo que está adentro. Pruebo con nuevos efectos y encuadres, pero nada alcanza. Lo imponente de las nubes, tan volátiles y efímeras, tan brillantes y explosivas, se mezcla con la masa perenne de las montañas. El viento sopla y de a ratos, hasta grita. Intentar poner todo eso en dos dimensiones, es como nombrar el amor, o como explicar el dolor o la felicidad.
Escucho sólo ese viento y mis pies pateando la tierra y las piedras. Me siento sobre el puente, con los pies colgando, casi casi flotando, los pies ya no están en la tierra. El paisaje que tengo enfrente me interpela, inunda mis ojos, aturde mis oídos, me entra por los poros de la piel. El momento es, como las nubes, efímero pero contundente. Ese aire imperceptible que me rodea se llena de recuerdos, atardeceres vistos desde las alturas, haciendo silencio y concentrándonos para escuchar cómo el sol choca con la tierra... fijar la vista en una estrella, en noche cerrada, y enfocarme tanto tanto y mirarla tan fuerte, hasta lograr que las demás desaparezcan... esos puentes invisibles que se tienden entre la gente, no entre todos, sólo entre esas personas que pueden franquear las barreras del aire que me rodea. Encuentros que se transforman en una charla, en un abrazo, en un beso, en una palabra de aliento o en una mirada fugaz y verdadera. El aire se llena de esas pocas pero indispensables personas que no están... pero sí.
Camino casi a oscuras y la necesidad de escribir, de fijarlo todo, de captarlo, la urgencia de registrar algo que se desvanece, se choca con la necesidad de no escribir, de no contar, de no guardar, de que sea efectivamente efímero.
Voy llegando de a poco, avanzo de nuevo con los pies en la tierra, que es a fin de cuentas la única manera de avanzar. El silencio se puebla de luces y risas lejanas, a las que me acerco. Alguien me nombra, rompe el hechizo. Corro a esconderme, a escribir, a dar forma sobre el papel antes de que el momento termine de morir. Las ganas de poner sobre el papel las sensaciones triunfa, a pesar de que escribirlas en forma de letras, párrafos y renglones sea domesticarlas.
La pasión que se percibe y se me expresa se contagia. A fin de cuentas, qué son sino las musas, sino aquellas que me invaden y me obligan a dar vida a estas hojas que, hace unos minutos, aún no existían. ¿Qué es crear, sino hacer visible algo que hasta minutos antes, sólo flotaba en el aire?


Tilcara, 10-12-2010


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