Poner sobre el papel
un montón de sensaciones que flotan alrededor mío es un poco
absurdo. Es simplificar y pasar por el filtro de la razón y de la
escritura algo que, por definición, la excede. Es como nombrar el
amor; verbalizarlo es cargar de definiciones algo que, por
definición, no puede definirse, ni clasificarse, ni poseerse, que
tiene tantos sentidos como experiencias posibles. Nombrarlo es en
cierto modo ponerlo en una caja de expectativas y deberes, es casi
matarlo.
Hablamos durante horas
de sentidos, de fenómenos y de experiencias, de fenómenos en
relación, de percepciones, y todo se mezcla con colores, sonidos, un
clima distinto, indicios que me remiten a mi infancia, a ese alguien
que fui cuando nada pasaba por la razón y el intelecto. Recuerdos
que se activan por sonidos o por silencios, por fotos mentales, por
imágenes, o por ese algo imperceptible que llamamos sensaciones.
Intento sacar fotos
para captar las sensaciones, y es más lo que queda afuera que lo que
está adentro. Pruebo con nuevos efectos y encuadres, pero nada
alcanza. Lo imponente de las nubes, tan volátiles y efímeras, tan
brillantes y explosivas, se mezcla con la masa perenne de las
montañas. El viento sopla y de a ratos, hasta grita. Intentar poner
todo eso en dos dimensiones, es como nombrar el amor, o como explicar
el dolor o la felicidad.
Escucho sólo ese
viento y mis pies pateando la tierra y las piedras. Me siento sobre
el puente, con los pies colgando, casi casi flotando, los pies ya no
están en la tierra. El paisaje que tengo enfrente me interpela,
inunda mis ojos, aturde mis oídos, me entra por los poros de la
piel. El momento es, como las nubes, efímero pero contundente. Ese
aire imperceptible que me rodea se llena de recuerdos, atardeceres
vistos desde las alturas, haciendo silencio y concentrándonos para
escuchar cómo el sol choca con la tierra... fijar la vista en una
estrella, en noche cerrada, y enfocarme tanto tanto y mirarla tan
fuerte, hasta lograr que las demás desaparezcan... esos puentes
invisibles que se tienden entre la gente, no entre todos, sólo entre
esas personas que pueden franquear las barreras del aire que me
rodea. Encuentros que se transforman en una charla, en un abrazo, en
un beso, en una palabra de aliento o en una mirada fugaz y verdadera.
El aire se llena de esas pocas pero indispensables personas que no
están... pero sí.
Camino casi a oscuras
y la necesidad de escribir, de fijarlo todo, de captarlo, la urgencia
de registrar algo que se desvanece, se choca con la necesidad de no
escribir, de no contar, de no guardar, de que sea efectivamente
efímero.
Voy llegando de a
poco, avanzo de nuevo con los pies en la tierra, que es a fin de
cuentas la única manera de avanzar. El silencio se puebla de luces y
risas lejanas, a las que me acerco. Alguien me nombra, rompe el
hechizo. Corro a esconderme, a escribir, a dar forma sobre el papel
antes de que el momento termine de morir. Las ganas de poner sobre el
papel las sensaciones triunfa, a pesar de que escribirlas en forma de
letras, párrafos y renglones sea domesticarlas.
La pasión que se
percibe y se me expresa se contagia. A fin de cuentas, qué son sino
las musas, sino aquellas que me invaden y me obligan a dar vida a
estas hojas que, hace unos minutos, aún no existían. ¿Qué es
crear, sino hacer visible algo que hasta minutos antes, sólo flotaba
en el aire?
Tilcara, 10-12-2010
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